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de pan y vino coger, por cuanto aquel es fructo de la tierra y se ha de dar en lugar del oro, segun se da en Castilla. Item, en las causas civiles, profanas, los que se eximieren por la corona, pierdan los indios y lo que tuvieren en las minas, sino fuere la causa eclesiástica, porque ésta se puede ventilar ante el Juez eclesiástico, sin pena. Esta fué la capitulacion celebrada entre los Reyes y los primeros Obispos, parte de la cual, cierto, muestra la ceguedad que en los del Consejo del Rey entónces habia, y la poca noticia que el Rey tenia de la perdicion de aquestas gentes míseras, y no ménos la ignorancia de los Obispos, y la ceguedad de los del Consejo en que aconsejasen al Rey que forzase por vía de contrato, cuasi violento, á que los Obispos se obligasen á no impedir á los indios directe ni indirecte dejar de sacar oro, y, lo que más es; á que los animasen y aconsejasen á que lo sacasen, como quiera que de sí sea manifiesto por las leyes de los Emperadores que ellos leian, y por historias que debieran haber leido, sacar metales haberse dado por pena y muerte, cuasi natural, por gravísimos delictos, como por experiencia harto larga, y no sé si se hobiese áun entónces visto, que al cabo y al efecto de por sacar oro, ser destruidos y muertos todos los innumerables vecinos indios desta isla, y de todas estas islas. Item, el poco cuidado que los del Consejo habian tenido en saber cómo, en el sacar del oro, á los indios les iba, si morian ó vivian, como en la verdad, el año de 511 y 12, cuando ésto se trataba, segun se dijo, habian, toda la mayor parte de la gente desta isla, perecido; y porque digo la mayor parte, fué muy mal dicho, porque parece cosa de escarnio, fué tanto la mayor parte, que de tres cuentos de ánimas no habian quedado obra de 20.000. Razon fuera que el Consejo del Rey tuviera cuenta con saber desta vendimia, y no de obligar á los Obispos á aquello, á cuyo contrario, impugnar, y resistir, y extirpar, como pestilencia vastativa de todas sus ovejas, eran obligados de precepto natural y divino; más parece, cierto, haberse desvelado en cómo habria oro el Rey, que en descargalle la conciencia, y de la salvacion de aquestas gentes, cuya carga tenian ellos más que

el Rey sobre sí mismos, los entendimientos de los cuales, no sólo de la ignorancia del derecho, pero de la del hecho, eran entenebrecidos. Tambien fué poca lumbre, ántes parte de gruesas tinieblas, asentar en la dicha capitulacion que los Obispos dijesen á los indios, para los animar á sacar oro, que era para hacer guerra á los infieles, como quiera que fuese cosa impertinente y ántes muy nociva, dar cuenta á los indios que habia en el mundo otros algunos infieles sin ellos. La poca y ninguna noticia que el Rey tenia de la perdicion destas gentes, asaz se sigue de lo dicho, porque cuando los ciegos guian, de los que van tras ellos, qué se espera? Y así, cuando los de los Consejos de los Reyes andan en tinieblas, ¡guay de los Reyes! y, por mejor decir, ¡guay de los reinos!; y ésto así, más que en toda la redondez del mundo, ha acaecido en estos infelicisimos reinos deste orbe todo destas Indias. La ignorancia de los Obispos no menos queda de lo dicho manifiesta, pues se obligaban, á ojos ciegas, á no apartar por alguna causa á los indios de sacar oro, como quiera que debian estar recatados en no se obligar á lo que podia ser injusto y malo, que de cierto no sabian, cuanto más que la misma obra les pudiera dar sospecha, diciendo sacar oro y servir; si quizá no imaginaron que sacar oro no era otra cosa, sino que, como fructa de los árboles, se cogia. Otorgóse la dicha capitulacion en presencia de Francisco de Valenzuela, conónigo de Palencia, y Notario público apostólico, en 3 dias de Mayo, año de 1512.

CAPÍTULO III.

En este tiempo ya los religiosos de Sancto Domingo habian considerado la triste vida y aspérrimo captiverio que la gente natural desta isla padecia, y cómo se consumian, sin hacer caso dellos los españoles que los poseian, más que si fueran unos animales sin provecho, despues de muertos solamente pesándoles de que se les muriesen, por la falta que en las minas del oro y en las otras granjerías les hacian; no por eso en los que les quedaba usaban de más compasion ni blandura, cerca del rigor y aspereza con que, oprimir, y fatigar y consumirlos, solian. Y en todo ésto habia entre los españoles más y ménos, porque unos eran crudelísimos, sin piedad ni misericordia, sólo teniendo respeto á hacerse ricos con la sangre de aquellos míseros, otros, ménos crueles, y otros, es de creer, que les debia doler la miseria y angustia dellos, pero todos, unos y otros, la salud y vidas, y salvacion de los tristes, tácita ó expresamente á sus intereses solos, y particulares y temporales, posponian. No me acuerdo cognoscer hombre piadoso, para con los indios que le sirviesen, dellos, sino solo uno, que se llamó Pedro de la Rentería, del cual abajo, si place á Dios, habrá bien que decir. Así que, viendo y mirando, y considerando, los religiosos dichos, por muchos dias, las obras que los españoles á los indios hacian, y el ningun cuidado que de su salud corporal y espiritual tenian, y la inocencia, paciencia inextimable y mansedumbre de los indios, comenzaron á juntar el derecho con el hecho, como hombres de los espirituales y de Dios muy amigos, y á tractar entre sí de la fealdad y enormidad de tan nunca oida injusticia, diciendo así: «¿Estos no son hombres? ¿Con éstos no se deben guardar y cumplir los preceptos de la caridad y de la

justicia? ¿Estos, no tenian sus tierras propias, y sus señores y señoríos? ¿Estos, hánnos ofendido en algo? ¿La ley de Cristo no somos obligados á predicársela, y trabajar con toda diligencia de convertillos? Pues, ¿cómo siendo tantos y tan innumerables gentes las que habia en esta isla, segun nos dicen, en tan breve tiempo, que es obra de quince ó diez y seis años, han tan cruelmente perecido?» Allegóse á ésto, que uno de los españoles que se habian hallado en hacer las matanzas y estra. gos crueles que se habian hecho en estas gentes, mató su mujer á puñaladas, por sospecha que della tuvo que le cometia adulterio, y ésta era de las principales señoras naturales de la provincia de la Vega, señora de mucha gente; éste anduvo por los montes tres ó cuatro años, ántes que la Órden de Sancto Domingo á esta isla viniese, por miedo de la justicia, el cual, sabida la llegada de la Órden y el olor de sanctidad que de sí producia, vínose una noche á la casa que, de paja, habian dado á los religiosos, para en que se metiesen, y hecha relacion de su vida, rogó con gran importunidad y perseverancia que le diesen el hábito de fraile lego, en el cual entendia, con el favor de Dios, de servir toda su vida. Diéronselo con caridad, por ver en él señales de conversion y detestacion de la vida pasada, y deseo de hacer penitencia, la cual, despues, hizo grandísima, y al cabo tenemos por cierto que murió mártir, porque suele Dios, en los grandes pecadores, mostrar su inmensa misericordia, haciendo con ellos maravillas; de su martirio diremos abajo, si á Dios pluguiere que á su lugar lleguemos con vida, y será cuasi al cabo deste tercero libro. Este, que llamaron fray Juan Garcés, y en el mundo Juan Garcés, asaz de mí cognoscido, descubrió á los religiosos muy en particular las execrables crueldades que él y todos los demas en estas inocentes gentes habian, en las guerras y en la paz, si alguna se pudiera paz decir, cometido, como testigo de vista. Los religiosos, asombrados de oir obras, de humanidad y costumbre cristiana, tan enemigas, cobraron mayor ánimo para impugnar el principio, y medio y el fin de aquesta horrible y nueva manera de tiránica injusticia, y encen

didos del calor y celo de la honra divina, y doliéndose de las injurias que contra su ley y mandamientos á Dios se hacian, de la infamia de su fe que entre aquestas naciones, por las dichas obras, hedia, y compadeciéndose entrañablemente de la jactura de tan gran número de ánimas, sin haber quién se doliese ni hiciese cuenta dellas, como habian perecido y cada hora perecian, suplicando y encomendándose mucho á Dios, con contínuas oraciones, ayunos y vigilias, les alumbrase para no errar en cosa que tanto iba, como quiera que se les representaba cuán nuevo y escandaloso habia de se despertar á personas que en tan profundo y abisal sueño, y tan insensiblemente dormian; finalmente, habido su maduro y repetido muchas veces consejo, deliberaron de predicarlo en los púlpitos públicamente, y declarar el estado en que, los pecadores nuestros que aquestas gentes tenian y oprimian, estaban, y muriendo en él, donde, al cabo de sus inhumanidades y cudicias, á rescibir su galardon iban. Acuerdan todos los más letrados dellos, por órden del prudentísimo siervo de Dios, el padre fray Pedro de Córdoba, Vicario dellos, el sermon primero que cerca de la materia predicarse debia, y firmáronlo todos de sus nombres, para que pareciese como no sólo del que lo hobiese de predicar, pero que de parecer y deliberacion, y consentimiento y aprobacion de todos procedia; impuso, mandándolo por obediencia el dicho padre Vicario que predicase aquel sermon, al principal predicador dellos despues del dicho padre Vicario, que se llamaba el padre fray Anton Montesino, que fué el segundo de los tres que trajeron la Órden acá, segun que arriba, en el libro II, cap. 54, se dijo. Este padre fray Anton Montesino tenia gracia de predicar; era aspérrimo en reprender vicios, y sobre todo, en sus sermones y palabras muy colérico, eficacísimo, y así hacia, ó se creia que hacia, en sus sermones mucho fructo; á éste, como muy animoso, cometieron el primer sermon desta materia, tan nueva para los españoles desta isla, y la novedad no era otra sino afirmar, que matar estas gentes era más pecado que matar chinches. Y porque era tiempo del adviento,

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