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navíos los presos, y de allí se iban á otras partes y hacian. otro tanto, hasta que les parecia que tenian buena carga. Siempre por el camino echaban á la mar muertos mucha parte, del poco comer y beber porque siempre llevaban ménos bastimento de lo que para tanta gente era necesario, y del calor por los meter debajo de cubierta, y de angustia y tristeza de verse así traer, como digimos arriba en los capítulos 43, 44 y 45 de la segunda parte desta Historia, hablando de los Yucayos. Veníanse al puerto de Sancto Domingo los navíos con sus cabalgadas, desembarcaban á los tristes desventurados, desnudos, en cueros, flacos, para espirar, echábanlos en aquella playa ó ribera como unos corderos, los cuales, como venian hambrientos, buscaban los caracolicos ó hierbas y otras cosas de comer, si por allí hallaban, y como la hacienda era de muchos, ninguno dellos curaba para les dar de comer y abrigallos hasta que se hiciesen partes, sino, de lo que traian en el navío, algun caçabí, que ni los hartaba ni sustentaba. Y porque siempre no faltaba quien dijese y publicase algunas señaladas crueldades que allá se habian hecho cuando los tomaban (y tan bien las sabian los Oidores como los predones que las hacian, porque cierto les era que no los podian tomar ó prender sino haciendo grandes males), para engañar al mundo, ponian una persona que se les antojaba, que quizá tendria en el armada parte, que averiguase si habian sido bien tomados. ¡Oh gran Dios y Señor, y que has sufrido con tu paciencia y longanimidad en este caso que nunca se hallaron ser mal tomados ni traidos, estando en sus tierras y en sus casas sin hacer mal á nadie, como que no fuera iniquísimo enviar salteadores que los robasen y trujesen para los hacer esclavos! y si alguna vez hallaban, segun su ceguedad, alguna causa que á su parecer era más desvergonzada en fealdad que condenaba la traida de aquellos, no por eso los libertaban ni enviaban á sus tierras, diciendo que ya que estaban acá mejor les era porque serian cristianos, ó que moririan por el camino, y otras excusas semejantes, como que de su cristiandad tuvieran algun cuidado. Verlos por aquella playa, la ribera del

rio, dellos sentados, dellos echados en aquel suelo que no se podian tener, dos y tres dias y noches, al sol y al agua, miéntras los repartian, llenos de espanto y de toda tristeza, era una de las grandes miserias y calamidades, para quebrantar los corazones de cualquiera persona que no fuera piedra ó mármol, que se podian ver. Viniendo á la partija, cuando el padre via que le quitaban el hijo, y el marido que daban á otro dueño su mujer, y la madre á la hija, y la mujer al marido, ¿quién podrá dudar que no les fuese nuevo tormento y doblada miseria, llena de dolor grandísimo, derramando lágrimas, dando gemidos, lamentando su infelicidad, y quizá maldiciendo su suerte? Entre las inexpiables ofensas, que contra Dios y los hombres en el mundo se han cometido, han sido, cierto, las que en las Indias habemos hecho, y de aquellas esta granjería fué una de las más injustas, más en maldad y daños calificadas y más crueles. Entre otros saltos que los nuestros hicieron en aquella costa de tierra firme, abajo de Cumaná obra de 45 leguas, quiero contar uno, aunque de otro especie, porque fué sin embarazo de requerimientos. Está donde digo una provincia, ó era un gran pueblo en ella, á la ribera de la mar, en un Cabo que entra en la mar y hace algun puerto que llamaban el cabo de la Codera; el señor della ó del pueblo se llamaba Higoroto, nombre propio de la persona ó comun de los señores dél, este señor, aunque infiel, era muy virtuoso, y su gente buena, y que imitaba en amar la paz y ser hospedativa á su señor. El señor y toda su gente tuvo grande amor á los españoles, y los rescibian y abrigaban en su pueblo y casas como si fueran padres y hijos, y acaecia venir huyendo por los montes algunos malos cristianos españoles, de otras provincias ó pueblos de otros indios que habian salteado, y escapádose de las manos dellos, muertos de hambres, descalzos y afligidos, y recibíalos el señor Higoroto y abrigábalos, dándoles de comer y su cama, y lo que más les era menester, con mucha alegría; y despues de los haber reformado, y ellos de su hambre y trabajos convalecido, y se querian ir, los enviaba en una canoa por la mar á la isleta de Cubagua, donde

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estaban los españoles en su granjería, proveidos de lo que habian menester, acompañados de muchos indios, y así libró á algunos de los nuestros de la muerte que no fueran oidos ni vistos. Finalmente era tal Higoroto y su gente, y á los españoles obligaba con tan continuos beneficios, que todos los españoles llamaban aquel pueblo de Higoroto meson y casa refugio y consuelo de todos los españoles que por allí iban y venian. Acordó un mal aventurado hombre de con una insigne obra mostrar el agradecimiento de tanto beneficio; llegó, pues, aquél allí con un navío, y en él su compañía, que debian de no haber hallado aparejo para hacer salto en toda la costa, y por no tornar de vacío saltaron en tierra, y los indios con su señor rescibiéronlos y regocijáronlos como á los otros solian. Tornáronse al navío y convidaron mucha gente, hombres y mujeres, grandes y chicos; entran en él seguros como en otros otras veces hacian. De que los tuvieron dentro alzaron las velas, y viniéronse á la isla de Sant Juan y vendiólos por esclavos; y á la sazon yo llegué á aquella Isla y lo vide y supe la obra que habia hecho, y cómo mostró al señor Higoroto y á su gente ser los españoles de cuantos beneficios dél rescibieron agradecidos. Desta manera dejó destruido aquel pueblo, porque los que no pudo robar se desparcieron por los montes y valles, huyendo de aquellos peligros, y despues al cabo todos perecieron, con las maldades tiránicas de los españoles que fueron á poblar ó despoblar á Venezuela, como aparecerá en el siguiente libro. A todos los salteadores y malos cristianos, que en aquellos pasos andaban, pesó entrañablemente de aquella maldad que aquel pecador con el pueblo de Higoroto hizo, y es de creer que no por la fealdad de la obra tanto, segun éstas y otras semejantes cada paso se hacian, cuanto por haber perdido todos aquel cierto y buen hospedaje que Higoroto y su gente á todos sin diferencia hacian.

CAPITULO CLXVII.

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¿Quién podrá numerar los insultos, y encarecer las fealdades y gravedad dellos, que con estas y en estas armadas se hicieron, y cuántas gentes á la isla Española y á la de Sant Juan se trujeron y vendieron, y en ellas, sin sus naturales vecinos, en las minas y otros trabajos perecieron? y no sé si diga que fueron más de dos cuentos. Muéstralo bien la despoblacion y soledad de toda aquella costa de tierra firme, y de muchas islas que estaban poblatísimas; y esta es cosa digna, cierto, de considerar, que ha mostrado la divina justicia, que ninguno se cree, de cuantos en estas armadas entendieron y pusieron dineros, teniendo parte en la cofradía, que no viviese pobre y mezquino, y las muertes fuesen de sus obras testigos, ó que despues de sus vidas, por muchas haciendas que dejasen, que en breve, por diversas vías, no fuesen consumidas. Hombre destos cognoscimos en esta isla, que dejó hacienda que valia 300 y 400.000 castellanos, y en ellos dos ó tres mayorazgos, y á cinco ó seis años despues de su muerte se habia deshecho tanto entre las manos, cuasi imperceptiblemente, á no valer toda 50.000, y no se duda que no vaya del todo adelante, hasta que sus herederos, ó que gocen poco de aquellos bienes, ó que vengan á tiempo que mendiguen, y destos hobo muchos en aquella ciudad y en toda la Isla. Cerca de aquellos requerimientos que por ceremonia hacian los que iban y mandaban hacer los que gobernaban, y llamábanse letrados juristas (y por aquel oficio de letrados comian y señoreaban, no por sus ojos bellidos, y por tanto no les era lícito ignorar aquella tan inhumana y grosísima injusticia), quiero aquí contar lo que me acaesció tractando dello con el mayor dellos, que sobre todos ellos presidia. Decíale yo, y

traíale razones y autoridades para persuadille, ser aquellas armadas injustas y de toda detestacion y fuego eterno dignísimas, y cómo los requerimientos que se mandaban hacer y hacian. eran hacer escarnio de la verdad y de la justicia, y en gran vituperio de nuestra religion cristiana, y piedad y caridad de Jesucristo, que tanto por la salvacion de aquellas gentes habia padecido, y que no les pudiendo limitar tiempo dentro del cual se convirtiesen á Cristo, pues él ni á todo el mundo lo limitó, más de dalle todo el tiempo que hobo y hay desde su principio hasta el dia del Juicio, ni á persona particular alguna, sino que á cada uno le concedió todo el espacio de la vida, dentro del cual se convirtiese usando de la libertad del libre albedrio, y que los hombres cortasen aquel privilegio divino de tal manera, que unos decian que bastaban requerilles y esperalles tres dias, otros se alargaban diciendo que bien era esperallos quince dias; respondióme él: «No, poco es quince dias, bien es dalles dos meses para que se determinen». Quise dar gritos desque oí é vi insensibilidad tan profunda y maciza, en quien gran parte de aquellas regiones regia. ¿Qué mayor ignorancia y ceguedad podia caer en persona que profesaba ser letrado y gobernar tanta tierra y tanta gente, que no supiese, lo uno, que aquellos requerimientos eran injustos y absurdos y de derecho nulos; lo otro, que aunque fueran justos y se les pudieran hacer, que eran dichos en lengua española que no entendian, y así no los obligaban, y que para entendellos más tiempo habian menester de dos meses, y áun de catorce y de veinte para que los obligaran; lo otro, que no por más probanza ni testimonio de afirmar aquellos, que por tan malos infames y crueles hombres por sus malvadas obras tenian, que Dios del cielo habia dado el señorío del mundo á un hombre que se llamaba Papa, y el Papa concedió aquellos reinos de la Indias á los reyes de Castilla, que pensase y creyese quedar obligados á creellos y rescibillos, y dar á los reyes de Castilla la obediencia, y donde no, pasados los dos meses, les pudiesen hacer guerra. Item, que creyese aquel Presidente de aquella Audiencia que fuesen

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