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rable armonía del alma humána. Si los sentidos, los afectos y las ideas no tuvieran entre sí un enlace tan íntimo como maravilloso, la vida del hombre fuera semejante á la del arbol cuyas ramas, aunque proceden de un tronco comun, se extienden separadas unas de otras en varias direcciones. Cada uno de nuestros órganos aspira á la consecucion del objeto para que fué formado: si en vez de perjudiciales han de sernos útiles, fuerza es que la razon los tenga á raya. Los ejemplos abundan en esta parte: casi incurriríamos en trivialidades, si observásemos la necesidad y el abuso de que son susceptibles las viandas y las bebidas. El voraz Apicio es la imágen de la criatura racional que subordina al vientre sus facultades todas. La propia reflexion se aplica á los afectos que nacen de origen mas noble. Harto dice la experiencia como se abusa del amor paternal, y de la amistad, y de la simpatía. Figurémonos qué seríamos sin la razon que nos enseña el fin supremo á que todas nuestras inclinaciones deben encaminarse, y el imperio sobre nosotros mismos que nos hace posible el conseguir ese fin.

La templanza que sabe contener el ímpetu de los deseos y de los apetitos: la fortaleza de ánimo que arrostra los peligros, y no se deja abatir por las calamidades, y la justicia que sacrifica los afectos mas tiernos del corazon, si en ellos halla obstáculos para el cumplimiento de la ley del deber, no hubieran existido á no ser por la accion combinada de los dos principios que acabamos de mencionar.

Enumera Degerando los frutos que nacen del imperio que el hombre ejerce sobre sí mismo. No solo podemos refrenar las pasiones, sino que está en nuestra mano hacer que sus semiIlas mismas queden ahogadas: es posible huir de los objetos que las excitan; moderar la intensidad de la impresion apartando de ella la mente, y calmar aquellos afectos que mas nos conmueven.

La fuerza del alma se muestra en el santuario de la conciencia: es la constancia que no desmaya por los obstáculos: el sufrimiento que soporta los mas acerbos dolores: la piedra de toque del valor, y hasta el menosprecio mismo de la vida. A tan alta esfera nos eleva que solemos hallar cierta dulzura en padecer, si de nuestro padecimiento resulta el bien del amigo, ó quizá el del pais en que nacimos.

Tal es el libro del pensador francés. Si se nos pregunta cuál

es ese bien cuyo amor presenta como norte de nuestra conduc→ ta, responderemos que hay en efecto variedad en las definiciones que para darlo á conocer se han discurrido; pero que el instinto del linaje humano lo descubre con tino singular cuando en vez de fórmulas filosóficas. se le presenta en los hechos individuales que de él proceden. El entusiasmo lo revela mejor que la reflexion. Largos siglos nos separan del padre de los Horacios, y el sacrificio que consumó nos admira, y arranca lágrimas de nuestros ojos viéndole representado en el teatro: las proezas de que está sembrada nuestra historia producen un efecto semejante; y por mas que el egoismo haya dilatado los términos de su señorío, no ha conseguido ni conseguirá jamás las simpatías que sin buscarlas encuentra siempre la virtud. Ofreced á los ojos del pueblo el espectáculo del avaro que vive para gozarse en contemplar su tesoro, ó el del sibarita que aguza su ingenio para inventar nuevos placeres, y observaréis el desvío y la repugnancia con que los mira: presentadle por el contrario el del héroe que pierde su vida en defensa de la patria, ó el del mártir que dá con su sangre testimonio de su creencia, y vereis cómo prodiga á ambos sus aplausos. Si cuando siente el alma profundamente conmovida exigís que os defina el bien, no sabrá satisfaceros; pero os dirá que en lo íntimo de su pecho siente que aquello que le entusiasma es bueno sobre todo encarecimiento. ¿Concluirémos de aquí que el bien es el sacrificio de los afectos individuales? ¿que la abnegacion es el grado mas eminente de la virtud? No fuera imposible demostrar que no hay deber alguno comezando por los menos importantes y acabando por los que suponen mayor fortaleza de ánimo en el que los cumple, que no exija sacrificios. La riqueza de la virtud se forma de los tributos que exige del egoismo.

No podemos ir mas adelante el desenvolvimiento de la idea que indicamos exigiría las páginas de un libro dedicado todo á este propósito.

Comparando una con otra las tres obras de que hemos hablado en este artículo, ocurren á la mente varias reflexiones. Bentham apura los arbitrios de su talento para substituir una especie de análisis químico de los placeres y de los dolores á las sublimes ideas de los moralistas que menosprecia como soñadores de utopias irrealizables. A pesar de eso la obra construida á

costa de tantos afánes no traspasa en su parte práctica las reglas mas triviales de urbanidad y cortesía; y en lo que concierne á los principios toda su teoría se cifra en negar la distincion entre lo útil y lo honesto, que es el fundamento único de la ciencia moral. Convertir en cálculo lo que ha de ser fruto de la nocion del deber, es quitar hasta la posibilidad de que tal ciencia exista. La Deontologia es el arte del egoismo: es una continuada sátira de la virtud; porque enseña el modo de excusar los sacrificios, tornando en provecho del individuo aquellas mismas propensiones que por su índole estan mas lejos de un fin semejante. Seca el corazon, y reduce la inteligencia á ser esclava de lo que hay de mas vil en el hombre.

El sentido comun protexta contra doctrinas que así menoscaban la dignidad humana. El que tomare en las manos el Ensayo de Reid despues dehaber leido el indijesto libro de Bentham sentirá que su alma se dilata, y encontrará un motivo de regocijarse cada vez que alguna de las verdades desconocidas ó negadas por el jurisconsulto se le ofrezca de nuevo á la consideracion.

Para Bentham es el hombre un ser movido en varias direcciones por la accion de las causas esteriores: su saber y su gloria se compendian en la habilidad necesaria para multiplicar los placeres y disminuir los dolores. Reid mira á la criatura racional como artífice de su propio destino: restablece el libre alvedrío, y la nocion del deber, invocando en apoyo de su sentir el testimonio de los hombres. Exceptuando el corto número de sofistas que por espíritu de sistema desconocieron estos hechos, el asentimiento que el linaje humano les tributa ha sido siempre unánime. La Deontologia, como todas las doctrinas exclusivas, desfigura al hombre: el Ensayo le restituye las cualidades de que sin razon se le habia despojado.

Adquieren estas todo su esplendor en el perfeccionamiento. La enerjía de la voluntad y la idea del deber son los dos polos de la moral humana. Aparece aquí el reverso de la medalla. Lejos de ser el interés orígen de la virtud, vemos con evidencia que cuanto hay de noble y de excelente en nuestra naturaleza procede de un principio desinteresado.

Degerando examina con suma atencion los móviles de las acciones humanas: sus clasificaciones valen mas que las de Bentham; pero lo que da realmente un precio considerable á su obra

es el haber determinado el órden de subordinacion de todos estos móviles. Los sentidos, los afectos, y las pasiones se transforman, si es lícito decirlo así, por la accion de la voluntad, que los dirige al término que concibe la razon como fin supremo,

Observemos que faltando cualquiera de esos dos elementos, no cabe moralidad en los actos humanos. Si no hubiera en el hombre voluntad para dar á sus deseos y á sus afectos la direccion conveniente, ¿fuera equitativo hacerle responsable de la que hizo, movido por impulso ageno? Por otra parte sino concibiera nada mas allá de los obgetos destinados á satisfacer sus deseos y sus afectos, ¿cuál sería el regulador que les aplicase? El amor paternal habria forzado al viejo Horacio á conservar á su hijo, si la idea del deber no le hubiese hecho refrenar los movimientos de su corazon, El guerrero que aventura su vida en los azares del combate, obedece á una consideracion del mismo linage,

Decir á los hombres que su propia utilidad es la senda que conduce á la virtud, equivale á hacer que desde los primeros pasos pierdan el norte que debiera giarloş.

La obra de Bentham se llama moral por escarnio, La de Reid contiene los elementos de moralidad que hay en el hombre: libre-alvedrío-nocion del deber, La de Degerando enseña como de la combinacion de estos dos elementos nacen las ideas y los hechos que revelan en la criatura racional algunas señales de su origen divino.

Como suele fortalecer el cuerpo respirar el aroma de las flores, así fortalece el ánimo el suave perfume de virtud que exhąlan los discursos del moralista francés,

TOMÁS GARCÍA LUNA.

SEGUNDA ÉPOCA.-TOMO I.

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En el discurso que tuve la honra de pronunciar en el Congreso

con motivo de la discusion que se promovió sobre la declaracion de la mayoría de nuestra Reina Doña Isabel II, cité algunos ejemplos de reinados de menor edad, que me parecieron á propósito para inclinar el ánimo de los representantes de la Nacion á adoptar una providencia salvadora y en consonancia con lo obrado en estos reinos en casos semejantes, y en circunstancias análogas á las que nos rodean; pero por una parte solo cité algunos de aquellos reinados de menor edad en que habia sido declarada la mayoría de nuestros príncipes antes del tiempo competente, y por otra solo dije acerca de los ejemplos traidos á discusion lo que me pareció absolutamente necesario; temeroso de fatigar la atencion, y de cansar la benevolencia de aquellos á quienes se dirigia mi discurso. Hoy me propongo llenar la laguna que dejé en aquella ocasion solemnísima, diciendo todo lo que sé así de aquellos reinados de menor edad en que nuestros príncipes tomaron en sus manos las riendas del gobierno antes de la época señalada por la ley, como de los otros, en que la turbacion de los tiempos no fué tan grande, que exigiese de nuestros mayores aquella providencia heróica, con la que consiguieron salvar en muchas ocasiones el Estado.

Los primeros reinados de menor edad de que tengo noticia fueron: en los reinos de Leon y Oviedo D. Ramiro III, de quien se sabe que entró á reinar á los cinco años, siendo su tutora su

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