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neral de tantos y tan distantes territorios, el nuevo almirante no pudo ver con indiferencia que así se adjudicasen á ambiciosos y aventureros los paises en que su padre tanta gloria como trabajos habia alcanzado. En especial le dolia que así dispusiese la corona de la tierra de Veragua, comprendida en la demarcacion de Diego de Nicuesa, lo mismo que de la isla Jamaica cedida á los dos capitanes, y de estos acordada á Nicuesa por la mayor proximidad á las tierras de su gobierno.

Por semejante causa, y porque á los espedicionarios no se permitió completar en España sus respectivos armamentos, y sí unicamente en la isla Española, no fué difícil á D. Diego Colon interrumpir la salida de los bastimentos el tiempo necesario para disponer á su voluntad una nueva espedicion, de donde tuvo orígen la mas pronta colonizacion de la Jamáica.

En efecto: prevenian á Nicuesa y Ojeda las concesiones reales que desde Castilla únicamente cada uno pudiese llevar doscientos hombres, pero seiscientos desde la Española, en la cual precisamente habian de fletar los bastimentos que necesitaran para el pasage. Con esto el almirante echó sobre su responsabilidad la detencion de la empresa, mientras que, tratando con Juan de Esquivel, aparejó hasta setenta hombres de guerra, los cuales partieron de Santo Domingo para la Jamaica en los postreros dias de noviembre del año 1509.

Así que los españoles sentaron la planta en la mencionada isla, comenzaron á levantar poblacion cercana al mismo puerto donde Colon se habia entretetenido con sus náufragos bageles. Los indios, al entender el estado á que sus nuevos huéspedes trataban de reducirlos, se huyeron por las escabrosidades de la isla; pero á los españoles no costó gran trabajo reducirlos á su obediencia tras de muy corta campaña, porque aun aquellos no habian olvidado la idea de la divinidad que concibieran cuando el primer almirante, forzado por la mas crítica situacion, la inventára en un eclipse.

Conseguido por Esquivel el resultado conveniente, no se descuidó en proveer lo necesario al repartimiento de los indios. A las nuevas de lo ejecutado no tardaron en apercibirse familias enteras para ir á colonizar aquella nueva porcion de la conquista tras-atlántica; y aunque en la isla Jamaica no se hallaron, como en las otras, grandes criaderos de oro, por la bondad de su tierra y la industria de los naturales se benefició tanto, que fué de las mas ricas de aquellas posesiones, y de las mas útiles para proveer al comercio de hamacas, camisas, velámen y todo género de telas de algodon, del cual allí se cogia sobrada cosecha.

Tal fué el medio por donde á la autoridad de Nicuesa se despojó de aquella isla, cuando tan claros estaban sus derechos á la colonizacion y gobierno de ella, por los que el rey don Fernando le habia otorgado antes de que la espedicion saliera de Castilla. Quizá no faltarian al aventurero hartos deseos de reparar sus intereses por medio de algun desafuero parecido, contra la jurisdiccion del jóven almirante; al menos Ojeda, cuando supo en la Española

que Juan de Esquivel se apercibia para ir á Jamaica, le amenazó de muerte; pero lo cierto es que la conquista se verificó en los términos referidos, sin que las otras partes interesadas, y al parecer ofendidas, tuvieran jamás ocasion de retribuirse, por lo que les sucedió en adelante.

En efecto; tras de infinitos inconvenientes, amontonados por el gobernador general de la Española contra la salida de Ojeda y Nicuesa, lograron ambos al cabo organizar sus espediciones respectivas, saliendo á la mar el primero el dia 10 de noviembre, con dos naves y dos bergantines en que llevaba trescientos hombres de desembarco, y el segundo el dia 22 con cinco buques mayores, otros dos bergantines y hasta el respetable número de setecientos hombres y seis caballos, todos en el mejor estado de armamento y equipo, como quien á la levantada empresa se dirigia de someter á su dominio nada me-. nos que un nuevo y dilatadísimo continente.

Tras de cinco dias de navegacion desde el puerto de Santo Domingo arribó la espedicion de Ojeda al puerto que denominó de Cartagena, situado en 71° de longitud al Occidente de Cádiz, y en 10° de latitud Norte sobre la costa septentrional de aquella parte de la tierra-firme, que está frontera por el Sur al cabo Tiburon de la isla Española. Hubieran sido los primeros acuerdos del célebre caudillo español descender á tierra con pacíficas intenciones, y de ello hubo de tratar con los naturales, por conducto de los intérpretes, tambien indios, que á su lado llevaba; pero las gentes de aquellas partes estaban harto ensoberbecidas con el buen resultado de su pasada resistencia, y con voces y fieras amenazas persuadieron á los españoles de que su dominio en el nuevo continente no echaria raices estables, mientras no se regára con torrentes de sangre.

El carácter belicoso de Alonso de Ojeda no era muy á propósito para tolerar injurias y contradicciones, cuando tan á la mano tenia, para hacerse entender á su voluntad, los poderosos argumentos de las armas; pero todavía quiso esta vez tributar el mayor respeto á las órdenes reales, que impedian las vias de hecho hasta apurar todos los recursos conciliatorios, y solo despues de ver menospreciado y ofendido el requerimiento formal de sumision que hizo á los indios por sí y á nombre de la corona de Castilla, fué cuando resolvió poner en tierra sus gentes de guerra para pelear con aquellos rebeldes, no sin tomar aun formal testimonio por ante escribano y testigos bastantes de que á tal determinacion se veia obligado sin posible remedio.

Hubiéralo tenido, sin embargo, el famoso capitan, á guiarse por los consejos que le dió su amigo Juan de la Cosa, el cual iba allí por piloto de la espedicion. Decia á Ojeda, que pues la esperiencia en anteriores viajes habia demostrado ser mas fáciles al trato los indios del golfo de Urabá, de allí no distante, mejor seria enderezar los bajeles y empezar por allí la conquista, antes de arriesgarse á un combate con gente fiera y obstinada, cuyas armas llevaban ponzoña; pero Ojeda, que nunca ante el peligro habia dudado en acometerlo,

resolvió definitivamente ponerse en tierra con cien hombres durante las sombras de la noche, y dar sobre los indios impetuoso, para hacerles sentir en la primera acometida todo el poder de las armas castellanas.

Hízose con efecto, el desembarco, yendo por capitanes ambos amigos, Ojeda y Cosa, y antes de amanecer cayeron nuestras gentes sobre un pueblo inmediato llamado Calamar, donde hicieron en los indios una cruel carnicería. Algunos trataron de salvarse reunidos, defendiendo la entrada de cierta casa en que estaban refugiados; pero tan pronto como una de sus saetas envenenadas puso fin á la vida de uno de los soldados dé Ojeda, este terminó la lucha precipitándose contra aquellos desventurados, los cuales se vieron devorados por las llamas á que fué entregada en el momento su débil fortaleza.

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A vista de la sangre derramada y de los estragos causados por el fuego, el carácter de Ojeda, fiero por educacion y vengativo por instinto, no pudo ya contentarse con lo hecho para comenzar la conquista de aquel territorio. Indudablemente, si á la prudencia se hubieran subordinado los procederes inmediatos, el terrible asalto de Calamar hubiera puesto término á la pelea hasta que se verificasen nuevas provocaciones: quizá los indios en tal caso acometidos del pánico terror que necesariamente habia de inspirarles el suceso, se hubieran guardado de provocar otra vez las iras de los españoles: y entonces la civilizacion del continente tendria mas suaves fundamentos que los que se echaron en lo sucesivo; pero Ojeda, sino era muy susceptible á los consejos de la razon, tampoco se sometia á los deberes de la prudencia, y por lo tanto,

ardiendo en ira y queriendo, nuevo Calígula, estinguir de un solo golpe toda la raza de sus contrarios, se adelantó por la tierra adentro, llevando á sangre y fuego cuanto encontraba, hasta llegar á otro pueblo llamado Turbaco, cuatro leguas distante de la costa, en el cual dió á sus gentes el conveniente descanso, con ánimo de regresar á los bageles cargado de despojos y mas de sesenta cautivos, de los que pensaba beneficiarse, vendiéndolos en las posesiones ya cultivadas por españoles.

El cansancio de la lucha, la comodidad del pueblo y la huida total de sus vecinos, ó tal vez la ciega confianza que inspira un reciente triunfo, todas fueron causas bastantes para que las gentes de Ojeda, y aun los mismos caudillos se derramáran indiscretos por la tierra, dando recreo á la vista y descanso al cuerpo, sin guardia ni union que los reservase contra un inesperado percance. Pero los indios, que entre tanto no dormian, al ver el abandono de sus perseguidores, revolvieron contra ellos con admirable cautela, y teniendo ocasion de acometerlos parcialmente, se desquitaron del pasado agravio tan completamente, que únicamente á Ojeda por su agilidad é intrepidez, y á otro soldado de los criados de Juan de la Cosa fué dado huir de la general matanza. Todos perecieron asaeteados cruelmente, incluso el famoso piloto compañero de Ojeda, mientras este, huyendo despavorido por barrancos y malezas, logró alcanzar la costa, donde ya los bateles de sus buques, convenientemente armados y tripulados, lo buscaban con la mayor impaciencia, recelosos de la cátástrofe que habia sucedido..

Difícilmente otra mas crítica situacion pudiera crear la desdicha para amargar la existencia del valeroso Ojeda. El que en la córte de los Reyes Católicos habia provocado con honra y buena dicha mil ruidosos desafíos; aquel que en mas de un encuentro habia hecho temblar á sùs adversarios, con la destreza de su cuerpo y el esfuerzo de su brazo, pudiendo vanagloriarse de que nunca gota de sangre, por enemigo golpe, habia de sí vertido, ahora en irregular combate derrotadas y muertas sus gentes, perdidos sus amigos, fugitivo por malos terrenos y acribillado de saetas en su armadura y rodela, con mas de trescientas señales, estaba siendo socorrido por algunos marineros, que ni podian retribuirle de la considerable pérdida sufrida, ni darle militar ayuda para vengar poderosamente la sangre derramada de sus infelices compañeros.

Pero quiso de repente la fortuna mudar la decoracion de su desdicha en tan mísero espectáculo, cuando al verificarse con lástima de todos, una barca llegó donde Ojeda estaba, á anunciar el próximo arribo de Nicuesa al puerto de Cartagena. Semejante novedad, que mas parecia providencial socorro, llenó de ánimo todos los corazones afligidos, bien que no dejase de inspirar á Ojeda nuevos recelos, por algunas diferencias que con Nicuesa habia tenido en la isla Española. Pero el nuevo caballero tenia dadas hartas pruebas de su nobleza, para que sin grande injusticia pudiera dudarse de los honrados senti

mientos que le animaban, y esta vez los certificó, recibiendo con los brazos abiertos y el corazon enternecido á su desdichado compañero.

Así que dió fondo en el puerto de Cartagena la mas poderosa armada de aquella empresa, y su caudillo se hubo enterado del suceso de Turbaco y de la muerte lastimosa de los soldados de Ojeda, apercibió en buena ordenanza puestos en tierra hasta cuatrocientos hombres y los caballos que llevaba, y con ellos, en compañía del mismo Ojeda, marchó camino del pueblo que habia sido teatro de la reciente catástrofe. En el terreno de la pelea, llorando sobre los despojos de tantas víctimas, la nueva espedicion hubo de hallar el cadáver de Juan de la Cosa, hecho un herizo de saetas y tan hinchado por el veneno de estas, que difícilmente pudo reconocerse. Estaba atado á un árbol, y de modo que sin duda habia sido muerto despues de rendido, en cuya seguridad, encendiéndose los deseos de vengar tamaño ultraje, Ojeda y Nicuesa apresuraron su llegada al pueblo de Turbaco, cuyos naturales reposaban en la seguridad de haber estinguido á toda la raza de sus invasores.

La vista de los indios tras del espectáculo de sus víctimas, llenó de fiereza á los soldados españoles, de suerte que, dada la señal de acometer, todos los ímpetus de la ira fueron escasos para satisfacer sus deseos de venganza. Ni las tropas de enemigos que huian, ni los pelotones que en las cabañás esperaban con imponente aspecto la acometida de sus contrarios, ni siquiera los ancianos y niños lo mismo que las mugeres, pudieron librarse del ímpetu feroz de los soldados españoles. Donde los peones no podian llegar por el peso de sus armas, lograban los caballos detener á los fugitivos; y allí el acero y los arcabuces segaban airados cuanto en pié podia sostenerse. Si la ponzoña de las flechas disparadas desde cubierto refugio, amenazaba la vida de los que pretendieran asaltar aquellos débiles reductos, las teas incendiarias se encargaban de abrir nuevos flancos á nuestros ballesteros, ó las llamas, consumiendo á la vez bohios y hombres, ponian fin á la soñada defensa.

En fin, nada contuvo el ardor bélico de aquellas' gentes profundamente lastimadas con el suceso anterior, y por lo mismo, toda la fiereza desplegada en aquella terrible acometida, obtuvo la mas completa sancion de los que entonces la entendieron, y tuvieron cuenta con los derechos de la religion, de las leyes sangrientas de la guerra: sin duda alguna, en nuestros tiempos la mas sana filosofía condenará el suceso por el encarnizamiento de los españoles en la matanza de sus enemigos; pero cuando la razon se acerca á la época y recuerda la guerra perpétua de nueve siglos, alimentada en la Península por el fanatismo de un principio religioso, que era el entusiasmo político de entonces; cuando se considera que los ministros de Dios, lo mismo que los seglares, vestian la cota de malla y empuñaban las armas para derramar la sangre del género humano, porque á los ojos del verdadero Dios mayor mérito tenian los que mas infieles mataban; de obcecados espíritus ó de parcial emulacion fuera condenar el terrible encono con que á la par se castigaban por los soldados

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