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vecientos españoles y ellos más de ciento y cincuenta mil hombres, y ningún recaudo ni diligencia bastaba para los estorbar que no robasen, aunque de nuestra parte se hacía todo lo posible. Y una de las cosas por que los días antes yo rehusaba de no venir en tanta rotura con los de la ciudad era porque tomándolos por fuerza habían de echar lo que tuviesen en el agua, y ya que no lo hiciesen, nuestros amigos habrían de robar todo lo más que hallasen; y a esta causa temía que se habría para vuestra majestad poca parte de la mucha riqueza que en esta ciudad había, y según la que yo antes para vuestra alteza tenía; y porque ya era tarde y no podíamos sufrir el mal olor de los muertos que había de muchos días por aquellas calles, que era la cosa del mundo más pestilencial, nos fuimos a nuestros reales. Y aquella tarde dejé concertado que para otro día siguiente, que habíamos de volver a entrar, se aparejasen tres tiros gruesos que teníamos para llevarlos a la ciudad, porque yo temía que, como estaban los enemigos tan juntos y que no tenían por dónde se rodear, queriéndolos entrar por fuerza, sin pelear podrían entre sí ahogar los españoles, y quería dende acá hacerles con los tiros algún daño, por que saliesen de allí para nosotros. E al alguacil mayor mandé que asimismo para otro día que estuviese apercibido para entrar con los bergantines por un lago de agua grande que se hacía entre unas casas donde estaban todas las canoas de la ciudad recogidas; y ya tenían tan pocas casas donde poder estar, que el señor de la ciudad andaba metido en una canoa con ciertos principales, que no sabían qué hacer de sí; y desta manera quedó concertado que habíamos de entrar otro día por la

mañana.

Siendo ya de día hice apercibir toda la gente y llevar los tiros gruesos, y el día antes había mandado a Pedro de Albarado que me esperase en la plaza del mercado y no diese combate fasta que yo llegase; y

estando ya todos juntos y los bergantines apercibidos todos por detrás de las casas del agua, donde estaban los enemigos, mandé que en oyendo soltar una escopeta que entrasen por una poca parte que estaba por ganar y echasen a los enemigos al agua hacia donde los bergantines habían de estar a punto; y aviséles mucho que mirase por Guatimucín y trabajasen de lo tomar a vida, porque en aquel punto cesaría la guerra. E yo me subí encima de una azotea, y antes del combate hablé con algunos de aquellos principales de la ciudad, que conocía, y les dije qué era la causa por que su señor no quería venir; que pues se veían en tanto extremo, que no diesen causa a que todos pereciesen, y que lo llamasen y no hobiesen ningún temor; y dos de aquellos principales pareció que lo iban a llamar. E dende a poco volvió con ellos uno de los más principales de todos aquellos, que se llamaba Ciguacoacín y era el capitán y gobernador de todos ellos e por su consejo se seguían todas las cosas de la guerra; y yo le mostré buena voluntad por que se asegurase y no tuviese temor; y al fin me dijo que en ninguna manera el señor vernía ante mí, y antes quería por allá morir, y que a él pesaba mucho desto; que hiciese yo lo que quisiese; y como vi en esto su determinación, yo le dije que se volviese a los suyos y que él y ellos se aparejasen, porque los quería combatir y acabar de matar; y así, se fué. Y como en estos conciertos se pasaron más de cinco horas y los de la ciudad estaban todos encima de los muertos, y otros en el agua, y otros andaban nadando, y otros ahogándose en aquel lago donde estaban las canoas, que era grande, era tanta la pena que tenían, que no bastaba juicio a pensar cómo lo podían sufrir; y no hacían sino salirse infinito número de hombres y mujeres y niños hacia nosotros. Y por darse priesa al salir, unos a otros se echaban al agua, y se ahogaban entre aquella multitud de muertos; que, según pareció, del agua salada que bebían, y de la

hambre y mal olor, había dado tanta mortandad en ellos, que murieron más de cincuenta mil ánimas. Los cuerpos de las cuales, por que nosotros no alcanzásemos su necesidad, ni los echaban al agua, por que los. bergantines no topasen con ellos, ni los echaban fuera de su conversación, por que nosotros por la ciudad no lo viésemos; y salí por aquellas calles en que estaban: hallábamos los montones de los muertos, que no había persona que en otra cosa pudiese poner los pies; y como la gente de la ciudad se salía a nosotros, yo había proveído que por todas las calles estuviesen españoles para estorbar que nuestros amigos no matasen a aquellos tristes que salían, que eran sin cuento. Y también dije a todos los capitanes de nuestros amigos que en ninguna manera consintiesen matar a los que salían; y no se pudo tanto estorbar, como eran tantos, que aquel día no mataron y sacrificaron más de quince mil ánimas; y en esto todavía los principales y gente de guerra de la ciudad se estaban arrinconados y en algunas azoteas y casas y en el donde ni les aproveagua, chaba disimulación ni otra cosa por que no viésemos su perdición y su flaqueza muy a la clara. Viendo que se venía la tarde y que no se querían dar, fice asentar los dos tiros gruesos hacia ellos para ver si se darían, porque más daño recibieran en dar licencia a nuestros amigos que les entraran que no de los tiros, los cuales ficieron algún daño. E como tampoco esto aprovechaba, mandé soltar la escopeta, y en soltándola, luego fué tomado aquel rincón que tenían y echados al agua los que en él estaban; otros que quedaban sin pelear se rindieron; e los bergantines entraron de golpe por aquel lago y rompieron por medio de la flota de canoas, y la gente de guerra que en ellas estaba ya no osaban pelear; y plugo a Dios que un capitán de un bergantín, que se dice Garci Holguín, llegó en pos de una canoa en la cual le pareció que iba gente de manera; y como llevaba dos o tres ballesteros en la proa

del bergantín y iban encarando en los de la canoa, ficiéronle señal que estaba allí el señor, que no tirasen, y saltaron de presto, y prendiéronle a él y a aquel Guatimoucín, y a aquel señor de Tacuba, y a otros principales que con él estaban; y luego el dicho capitán Garci Holguín me trujo allí a la azotea donde estaba, que era junto al lago, al señor de la ciudad y a los otros principales presos; el cual, como le fice sentar, no mostrándole riguridad ninguna, llegóse a mí y díjome en su lengua que ya él había hecho todo lo que de su parte era obligado para defenderse a sí y a los suyos hasta venir en aquel estado, que ahora ficiese dél lo que yo quisiese; y puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome que le diese de puñaladas y le matase. E yo le animé y le dije que no tuviese temor ninguno; y así, preso este señor, luego en ese punto cesó la guerra, a la cual plugo a Dios nuestro Señor dar conclusión martes, día de San Hipólito, que fueron 13 de agosto de 1521 años. De manera que desde el día que se puso cerco a la ciudad, que fué a 30 de mayo del dicho año, hasta que se ganó, pasaron setenta y cinco días, en los cuales vuestra majestad verá los trabajos, peligros y desventuras que estos sus vasallos padecieron, en los cuales mostraron tanto sus personas, que las obras dan buen testimonio dello.

Y en todos aquellos setenta y cinco días del cerco ninguno se pasó que no se tuviese combate con los de la ciudad, poco o mucho. Aquel día de la prisión de Guatimucín (1) y toma de la ciudad, después de haber recogido el despojo que se pudo haber, nos fuimos al real, dando gracias a nuestro Señor por tan señalada merced y tan deseada victoria como nos había dado. Allí en el real estuve tres o cuatro días, dando or

(1) La viruela, importada por los españoles, había producido en México grandes estragos. Cuitlahuac había muerto de ella y en su lugar había sido nombrado <jefe de hombres su sobrino Quauhtemoc, el ahora rendido. Aquí terminó la temible Confederación azteca.

den en muchas cosas que convenían, y después nos venimos a la ciudad de Cuyoacán, donde hasta ahora he estado entendiendo en la buena orden, gobernación y pacificación destas partes.

Recogido el oro y otras cosas, con parecer de los oficiales de vuestra majestad se hizo fundición dello, y montó lo que se fundió más de ciento y treinta mil castellanos, de que se dió el quinto al tesorero de vuestra majestad, sin el quinto de otros derechos que a vuestra majestad pertenecieron de esclavos y otras cosas, según más largo se verá por la relación de todo lo que a vuestra majestad perteneció, que irá firmado de nuestros nombres. Y el oro que restó se repartió en mí y en los españoles, según la manera y servicio y calidad de cada uno; demás del dicho oro se hubieron ciertas piezas y joyas de oro, y de las mejores dellas se dió el quinto al dicho tesorero de vuestra majestad.

Entre el despojo que se hubo en la dicha ciudad hubimos muchas rodelas de oro y penachos y plumajes, y cosas tan maravillosas que por escrito no se pueden significar ni se pueden comprehender si no son vistas; y por ser tales, parecióme que no se debían quintar ni dividir, sino que de todas ellas se hiciese servicio a vuestra majestad; para lo cual yo hice juntar todos los españoles y les rogué que tuviesen por bien que aquellas cosas se enviasen a vuestra majestad, y que de la parte que a ellos venía y a mí sirviésemos a vuestra majestad; y ellos holgaron de lo hacer de muy buena voluntad, y con tal, ellos y yo enviamos al dicho servicio a vuestra majestad con los procuradores que los Consejos desta Nueva España envían.

Como la ciudad de Temixtitán era tan principal y nombrada por todas estas partes, parece que vino a noticia de un señor de una muy gran provincia que está setenta leguas de Temixtitán, que se dice Mechuacán (1),

(1) Michoacán (tierra de pescado), frontera de los chichimecas.

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