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nuestro y de nuestros enemigos, que les ganamos todo aquel barrio; y fué tan grande la mortandad que se hizo en nuestros enemigos, que muertos y presos pasaron de doce mil ánimas, con los cuales usaban de tanta crueldad nuestros amigos que por ninguna vía a ninguno daban la vida, aunque más reprendidos y castigados de nosotros eran.

Otro día siguiente tornamos a la ciudad, y mandé que no peleasen ni ficiesen mal a los enemigos; y como ellos veían tanta multitud de gente sobre ellos y conocían que los venían a matar sus vasallos y los que ellos solían mandar, y veían su extrema necesidad, y como no tenían donde estar sino sobre los cuerpos muertos de los suyos, con deseo de verse fuera de tanta desventura decían que por qué no los acabábamos ya de matar, y a mucha priesa dijeron que me llamasen, que me querían hablar. E como todos los españoles deseaban que ya esta guerra se concluyese y habían lástima de tanto mal como se hacía, holgaron mucho, pensando que los indios querían paz; y con mucho placer viniéronme a llamar y importunar que me llegase a una albarrada donde estaban ciertos principales, porque querían hablar conmigo. E aunque yo sabía que había de aprovechar poco mi ida, determiné de ir, como quiera que bien sabía que el no darse estaba solamente en el señor y otros tres o cuatro principales de la ciudad, porque la otra gente, muertos o vivos, deseaban ya verse fuera de allí. Y llegado al albarrada, dijéronme que pues ellos me tenían por hijo del Sol y el Sol en tanta brevedad como era en un día y una noche daba vuelta a todo el mundo, que por qué yo así brevemente no los acababa de matar y los quitaba de penar tanto, porque ya ellos tenían deseos de morir y irse al cielo para su Ochilobus (1), que los estaba esperando para

(1) Huitcilopocthli primer caudillo de los mexicas, dios de la guerra y principal de México.

descansar; y este idolo es el que en más veneración ellos tienen. Yo les respondi muchas cosas para los atraer a que se diesen, y ninguna cosa aprovechaba, aunque en nosotros veían más muestras y señales de paz que jamás a ningunos vencidos se mostraron, siendo nosotros, con el ayuda de nuestro Señor, los vencedores.

Puestos los enemigos en el último extremo, como de lo dicho se puede colegir, para los quitar de su mal propósito, como era la determinación que tenían de morir, hablé con una persona bien principal entre ellos, que teníamos preso, al cual dos o tres días había prendido un tío de don Fernando, señor de Tesaico, peleando en la ciudad, y aunque estaba muy herido, le dije si quería volver a la ciudad, y él me respondió que sí; y como otro día entramos en ella, enviéle con ciertos españoles, los cuales lo entregaron a los de la ciudad; y a este principal yo le había hablado largamente para que hablase con el señor y con otros principales sobre la paz; y él me prometió de hacer sobre ello todo lo que pudiese. Los de la ciudad lo recibieron con mucho acatamiento, como a persona principal; y como lo llevaron delante de Guatimucín, su señor, y él le comenzó a hablar sobre la paz, diz que luego lo mandó matar y sacrificar; y la respuesta que estábamos esperando nos dieron con venir con grandisimos alaridos, diciendo que no querían sino morir, y comienzan a nos tirar varas, flechas y piedras y a pelear reciamente con nosotros; y tanto, que nos mataron un caballo con un dalle que uno traía hecho de una espada de las nuestras, y al fin les costó caro, porque murieron muchos dellos; y así, nos volvimos a nuestros reales aquel día.

Otro día tornamos a entrar en la ciudad, y ya estaban los enemigos tales, que de noche osaban quedar en ella de nuestros amigos infinitos dellos. Y llegados a vista de los enemigos, no quisimos pelear con ellos,

sino andarnos paseando por su ciudad, porque teníamos pensamiento que cada hora y cada rato se habían de salir a nosotros. E por los inclinar a ello, yo me llegué cabalgando cabe una albarrada suya que tenían, bien fuerte, y llamé a ciertos principales que estaban detrás, a los cuales yo conocía, y díjeles que pues se veían tan perdidos y conocían que si yo quisiese en una hora no quedaría ninguno dellos, que por qué no venía a me hablar Guatimucín, su señor, que yo le prometía de no hacerle ningún mal; y queriendo él y ellos venir de paz, que serían de mi muy bien recibidos y tratados. Y pasé con ellos otras razones, con que los provoqué a muchas lágrimas; y llorando me respondieron que bien conocían su yerro y perdición, y que ellos querían ir a hablar a su señor y me volverían presto con la respuesta, y que no me fuese de allí. E ellos se fueron, y volvieron dende a un rato, y dijéronme que porque ya era tarde su señor no había venido; pero que otro día a mediodía vendría en todo caso a me hablar, en la plaza del mercado; y así, nos fuimos a nuestro real. Y yo mandé para otro día que tuviesen aderezado allí en aquel cuadrado alto que está en medio de la plaza, para el señor y principales de la ciudad, un estrado como ellos lo acostumbran, y que también les tuviesen aderezado de comer; y así se puso por obra.

Otro día de mañana fuimos a la ciudad, y yo avisé a la gente que estuviese apercibida, por que si los de la ciudad acometiesen alguna traición no nos tomasen descuidados. E a Pedro de Albarado, que estaba allí, le avisé de lo mismo; y como llegamos al mercado, yo envié a decir y hacer saber a Guatimucín cómo le estaba esperando; el cual, según pareció, acordó de no venir, y envióme cinco de aquellos señores principales de la ciudad, cuyos nombres, porque no hacen mucho al caso, no digo aquí. Los cuales llegados, dijeron que su señor me enviaba a rogar con ellos que le perdona

par

se porque no venía, que tenía mucho miedo de parecer ante mí, y también estaba malo, y que ellos estaban allí; que viese lo que mandaba, que ellos lo harían; y aunque el señor no vino, holgamos mucho que aquellos principales viniesen, porque parecía que era camino de dar presto conclusión a todo el negocio. Yo los recibí con semblante alegre y mandéles dar luego de comer y beber, en lo cual mostraron bien el deseo y necesidad que dello tenían. E después de haber comido, dijeles que hablasen a su señor y que no tuviese temor ninguno, y que le prometía que aunque ante mí viniese, que no le sería hecho enojo alguno ni sería detenido, porque sin su presencia en ninguna cosa se podía dar buen asiento ni concierto; y mandéles dar algunas cosas de refresco que le llevasen para comer, y prometiéronme de hacer en el caso todo lo que pudiesen; y así, se fueron. E dende a dos horas volvieron, y trajéronme unas mantas de algodón buenas, de las que ellos usan, y dijéronme que en ninguna manera Guatimucín, su señor, vendría ni quería venir, y que era excusado hablar en ello. Y yo les torné a repetir que no sabía la causa por que él se recelaba venir ante mí, pues veía que a ellos, que yo sabía que habían sido los causadores principales de la guerra y que la habían sustentado, les hacía buen tratamiento, que los dejaba ir y venir seguramente sin recibir enojo alguno; que les rogaba que le tornasen a hablar, y mirasen mucho en esto de su venida, pues a él le convenía y yo lo hacía por su provecho; y ellos respondieron que así lo harían y que otro día me volverían con la respuesta; y así, se fueron ellos, y también nosotros a nuestros reales.

Otro día bien de mañana aquellos principales vinieron a nuestro real, y dijéronme que me fuese a la plaza del mercado de la ciudad, porque su señor me quería ir a hablar allí; y yo, creyendo que fuera asi, cabalgué y tomamos nuestro camino, y estúvele esperando don

de quedaba concertado más de tres o cuatro horas, y nunca quiso venir ni parecer ante mi. E como yo vi la burla, y que era ya tarde, y que ni los otros mensajeros ni el señor venían, envié a llamar a los indios nuestros amigos, que habían quedado a la entrada de la ciudad, casi una legua de donde estábamos, a los cuales yo había mandado que no pasasen de allí porque los de la ciudad me habían pedido que para hablar en las paces no estuviese ninguno dellos dentro; y ellos no se tardaron, ni tampoco los del real de Pedro de Albarado. E como llegaron, comenzamos a combatir unas albarradas y calles de agua que tenían, que ya no les quedaba otra mayor fuerza; y entrámosles, así nosotros como nuestros amigos, todo lo que quisimos. E al tiempo que yo salí del real había proveído que Gonzalo de Sandoval entrase con los bergantines por la otra parte de las casas en que los indios estaban fuertes, por manera que los tuviésemos cercados, y que no los combatiese hasta que viese que nosotros combatíamos; per manera que, por estar así cercados y apretados, no tenían paso por donde andar sino por encima de los muertos y por las azoteas que les quedaban; y a esta causa ni tenían ni hallaban flechas ni varas ni piedras con que nos ofender; y andaban con nosotros nuestros amigos a espada y rodela, y era tanta la mortandad que en ellos se hizo por la mar y por la tierra, que aquel día se mataron y prendieron más de cuarenta mil ánimas; y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona a quien no quebrantase el corazón, e ya nosotros teníamos más que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta crueldad que no en pelear con los indios; la cual crueldad nunca en generación tan recia se vió ni tan fuera de toda orden de naturaleza como en los naturales destas partes. Nuestros amigos hubieron este día muy gran despojo, el cual en ninguna manera les podíamos resistir, porque nosotros éramos obra de nue

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