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ancha, y recogida la gente, yo con nueve de caballo me quedé en la retroguarda; y los enemigos venían con tanta victoria y orgullo, que no parecía sino que ninguno habían de dejar a vida; y retrayéndome lo mejor que pude, envié a decir al tesorero y al contador que se retrujesen a la plaza con mucho concierto; lo mismo envié a decir a los otros dos capitanes que habían entrado por la calle que iba al mercado; y los unos y los otros habían peleado valientemente y ganado muchas albarradas y puentes, que habían muy bien cegado, lo cual fué causa de no recibir daño al retraer. E antes que el tesorero y contador se retrujesen, ya los de la ciudad, por encima de una albarrada donde peleaban, les habían echado dos o tres cabezas de cristianos, aun-que no supieron por entonces si eran de los del real de Pedro de Albarado o del nuestro. Y recogidos todos a la plaza, cargaba por todas partes tanta gente de los enemigos sobre nosotros, que teníamos bien qué hacer en los desviar, y por lugares y partes donde antes deste desbarato no osaran esperar a tres de caballo y a diez peones; y incontinente, en una torre alta de sus ídolos, que estaba allí junto a la plaza, pusieron muchos perfumes y sahumerios de unas gomas que hay en esta tierra, que parece mucho a ánime (1), lo cual ellos ofrecen a sus ídolos en señal de victoria; y aunque quisiéramos mucho estorbárselo, no se pudo hacer, porque ya la gente a más andar se iban hacia el real. En este desbarato mataron los contrarios treinta y cinco o cuarenta españoles y más de mil indios nuestros amigos, y hirieron más de veinte cristianos, y yo salí herido en una pierna; perdióse el tiro pequeño de campo que habíamos llevado, y muchas ballestas y escopetas y armas. Los de la ciudad, luego que hubieron la victoria, por hacer desmayar al alguacil mayor y Pedro de Albarado, todos los españoles vivos y muertos que tomaron

(1) Probablemente resina copal.

los llevaron al Tatebulco, que es el mercado, y en unas torres altas que allí están, desnudos los sacrificaron y abrieron por los pechos, y les sacaron los corazones para ofrecer a los ídolos; lo cual los españoles del real de Pedro de Albarado pudieron ver bien de donde peleaban, y en los cuerpos desnudos y blancos que vieron sacrificar conocieron que eran cristianos; y aunque por ello hubieron gran tristeza y desmayo, se retrajeron a su real, habiendo peleado aquel día muy bien y ganado casi hasta el dicho mercado; el cual aquel día se acabara de ganar si Dios, por nuestros pecados, no permitiera tan gran desmán; nosotros fuimos a nuestro real con gran tristeza, algo más temprano que los otros días nos solíamos retraer, y también porque nos decían que los bergantines eran perdidos, porque los de la ciudad, con las canoas, nos tomaban las espaldas, aunque plugo a Dios que no fué así, puesto que los bergantines y las canoas de nuestros amigos se vieron en harto estrecho; y tanto, que un bergantin se erró poco de perder, y hirieron al capitán y maestre dél, y el capitán murió desde a ocho días. Aquel día y la noche siguiente los de la ciudad hacían muchos regocijos de bocinas y atabales, que parecía que se hundían, y abriëron todas las calles y puentes del agua como de antes las tenían, y llegaron a poner sus fuegos y velas de no- ^ che a dos tiros de ballesta de nuestro real; y como todos salimos tan desbaratados y heridos y sin armas, había necesidad de descansar y rehacernos. En este comedio los de la ciudad tuvieron lugar de enviar sus mensajeros a muchas provincias a ellos sujetas, a decir cómo habían habido mucha victoria y muerto muchos cristianos, y que muy presto nos acabarían; que en ninguna manera tratasen paz con nosotros; y la creencia que llevaban eran las dos cabezas de caballos que mataron y otras algunas de los cristianos, las cuales anduvieron mostrando por donde a ellos parecía que convenía, que fué mucha ocasión de poner en más contu

macia a los rebelados que de antes; mas con todo, por que los de la ciudad no tomasen más orgullo ni sintiesen nuestra flaqueza, cada día algunos españoles de pie y de caballo, con muchos de nuestros amigos, iban a pelear a la ciudad, aunque nunca podían ganar más de algunas puentes de la primera calle antes de llegar a la plaza.

Dende a dos días del desbarato, que ya se sabía por toda la comarca, los naturales de una población que se dice Cuarnaguacar, que eran sujetos a la ciudad y se habían dado por nuestros amigos, vinieron al real y dijéronme cómo los de la población de Malinalco, que eran sus vecinos, les hacían mucho daño y les destruían su tierra, y que agora se juntaban con los de la provincia de Cuisco, que es grande, y querían venir sobre ellos a los matar porque se habían dado por vasallos de vuestra majestad y nuestros amigos; y que decían que después dellos destruídos habían de venir sobre nosotros; y aunque lo pasado era de tan poco tiempo acaecido y teníamos necesidad antes de ser socorridos que de dar socorro, porque ellos me lo pedían con mucha instancia determiné de se lo dar; y aunque tuve mucha contradición y decían que me destruía en sacar gente del real, despaché con aquellos que pedían socorro ochenta peones y diez de caballo, con Andrés de Tapia, capitán al cual encomendé mucho que ficiese lo que más convenía al servicio de vuestra majestad y nuestra seguridad, pues veía la necesidad en que estábamos, y que en ir y volver no estuviese más de diez días; y él se partió, y llegado a una población pequeña que está entre Malinalco y Coadnoacad halló a los enemigos, que le estaban esperando; y él, con la gente de Coadnoacad y con la que llevaba, comenzó su batalla en el campo, y pelearon tan bien los nuestros, que desbarataron los enemigos, y en el alcance los siguieron fasta los meter en Malinalco, que está asentado en un cerro muy alto y donde los de caballo no podían su

bir; y viendo esto, destruyeron lo que estaba en el llano, y volviéronse a nuestro real con esta victoria, dentro de los diez días; en lo alto desta población de Malinalco hay muchas fuentes de muy buen agua, y es muy fresca cosa.

En tanto que este capitán fué y vino a este socorro, algunos españoles de pie y de caballo, como he dicho, con nuestros amigos entraban a pelear a la ciudad fasta cerca de las casas grandes que están en la plaza; y de allí no podían pasar porque los de la ciudad tenían abierta la calle de agua que está a la boca de la plaza, y estaba muy honda y ancha, y de la otra parte tenían una muy grande y fuerte albarrada, y allí peleaban los unos con los otros fasta que la noche los despartió.

Un señor de la provincia de Tascaltecal que se dice Chichimecatecle, de que atrás he fecho relación, que trujo la tablazón que se hizo en aquella provincia para los bergantines, desde el principio de la guerra residía con toda su gente en el real de Pedro de Albarado; y como vía que por el desbarato pasado los españoles no peleaban como solían, determinó sin ellos de entrar él con su gente a combatir los de la ciudad, dejando cuatrocientos flecheros de los suyos a una puente quitada de agua, bien peligrosa, que ganó a los de la ciudad; lo cual nunca acaecía sin ayuda nuestra. Pasó adelante con los suyos, y con mucha grita, apellidando y nombrando a su provincia y señor, pelearon aquel día muy reciamente, y hobo de una parte y otra muchos heridos y muertos; y los de la ciudad bien tenían creído que los tenían asidos; porque como es gente que al retraer, aunque sea sin victoria, sigue con mucha determinación, pensaron que al pasar del agua, donde suele ser cierto el peligro, se habían de vengar muy bien dellos. E para este efecto y socorro Chichimecatecle había dejado junto al paso del agua los cuatrocientos flecheros; y como ya se venían retrayendo, los de la ciudad cargaron sobre ellos muy de golpe, y los de

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Tascaltecal echáronse al agua, y con el favor de los flecheros pasaron; y los enemigos, con la resistencia que en ellos fallaron, se quedaron, y aun bien espantados de la osadía que había tenido Chichimecatecle.

Dende a dos días que los españoles vinieron de hacer guerra a los de Malinalco, según que vuestra majestad habrá visto en los capítulos antes deste, llegaron a nuestro real diez indios de los otumíes, que eran esclavos de los de la ciudad y, como he dicho, habiéndose dado por vasallos de vuestra majestad, y cada día venían en nuestra ayuda a pelear, y dijéronme cómo los señores de la provincia de Matalcingo, que son sus vecinos, les facían guerra y les destruían su tierra y les habían quemado un pueblo y llevádoles alguna gente, y que venían destruyendo cuanto podían y con intención de venir a nuestros reales y dar sobre nosotros, por que los de la ciudad saliesen y nos acabasen; y a lo más desto dimos crédito, porque de pocos días a aquella parte cada vez que entrábamos a pelear nos amenazaban con los desta provincia de Matalcingo; de la cual, aunque no teníamos mucha noticia, bien sabíamos que era grande y que estaba veinte y dos leguas de nuestros reales; y en la queja que estos otumíes nos daban de aquellos sus vecinos daban a entender que les diésemos socorro, y aunque lo pedían en muy recio tiempo, confiando en el ayuda de Dios, y por quebrar algo las alas a los de la ciudad, que cada día nos amenazaban con éstos y mostraban tener esperanza de ser dellos socorridos, y este socorro de ninguna parte les podía venir si destos no, determiné de enviar allá a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, con diez y ocho de caballo y cien peones, en que había sólo un ballestero, el cual se partió con ellos y con otra gente de los otumies, nuestros amigos; y Dios sabe el peligro en que todos iban, y aun el en que nosotros quedábamos; pero como nos convenía mostrar más esfuerzo y ánimo que nunca y morir peleando, disimulábamos nuestra

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