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llegar al mercado, y escribiles lo que ellos habían de hacer por la otra parte de Tacuba; y demás de lo escribir, para que mejor fuesen informados, enviéles dos criados míos para que les avisasen de todo el negocio; y la orden que habían de tener era que el alguacil mayor se viniese con diez de caballo y cien peones y quince ballesteros y escopeteros al real de Pedro de Albarado, y que en el suyo quedasen otros diez de caballo, y que dejase concertado con ellos que otro día, que había de ser el combate, se pusiesen en celada tras unas casas, y que hiciesen alzar todo su fardaje, como que levantaban el real, por que los de la ciudad saliesen tras dellos y la celada les diese en las espaldas. Y que el dicho alguacil mayor, con los tres bergantines que tenían y con los otros tres de Pedro de Albarado, ganasen aquel paso malo donde desbarataron a Pedro de Albarado, y diese mucha priesa en lo cegar, y que pasasen adelante, y que en ninguna manera se alejasen ni ganasen un paso sin lo dejar primero ciego y aderezado; y que si pudiesen sin mucho riesgo y peligro ganar hasta el mercado, que lo trabajasen mucho, porque yo había de hacer lo mismo; que mirasen que, aunque esto les enviaba a decir, no era para los obligar a ganar un paso solo de que les pudiese venir algún desbarato o desmán; y esto les avisaba porque conocía de sus personas que habían de poner el rostro donde yo les dijese, aunque supiesen perder las vidas. Despachados aquellos dos criados míos con este recaudo, fueron al real, y hallaron en él a los dichos alguacil mayor y a Pedro de Albarado, a los cuales significaron todo el caso según que acá en nuestro real lo teníamos concertado. E porque ellos habían de combatir por sola una parte y yo por muchas, enviéles a decir que me enviasen setenta u ochenta hombres de pie para que otro día entrasen conmigo; los cuales con aquellos dos criados míos vinieron aquella noche a dormir a nuestro real, como yo les había enviado a mandar.

Dada la orden ya dicha, otro día, después de haber oído misa, salieron de nuestro real los siete bergantines con más de tres mil canoas de nuestros amigos; y yo con veinte y cinco de caballo y con la gente que tenía y los setenta hombres del real de Tacuba seguimos nuestro camino, y entramos en la ciudad, a la cual llegados, yo reparti la gente desta manera: había tres calles dende lo que teníamos ganado, que iban a dar al mercado, al cual los indios llaman Tianguizco, y a todo aquel sitio donde está llámanle Tlaltelulco; y la una destas tres calles era la principal, que iba a dicho mercado; y por ella dije al tesorero y contador de vuestra majestad que entrasen con setenta hombres y con más de quince o veinte mil amigos nuestros, y que en la retroguarda llevasen siete u ocho de caballo, y como fuesen ganando las puentes y albarradas las fuesen cegando, y llevaban una docena de hombres con sus azadones y más nuestros amigos, que eran los que hacían al caso para el cegar de las puentes. Las otras dos calles van dende la calle de Tacuba a dar al mercado, y son mas angostas, y de más calzadas y puentes y calles de agua. Y por la más ancha dellas mandé a dós capîtanes que entrasen con ochenta hombres y más de diez mil indios nuestros amigos, y al principio de aquella calle de Tacuba dejé dos tiros gruesos con ocho de caballo en guarda dellos. E yo con otros ocho de caballo y con obra de cien peones, en que había más de veinte y cinco ballesteros y escopeteros, y con infinito número de nuestros amigos, seguí mi camino para entrar por la otra calle angosta todo lo más que pudiese. E a la boca della hice detener a los de caballo y mandéles que en ninguna manera pasasen de allí ni viniesen tras mí si no se lo enviase ä mandar primero; y yo me apeé, y llegamos a una albarrada que tenían del cabo de una puente, y con un tiro pequeño de campo y con los ballesteros y escopeteros se la ganamos, y pasamos adelante por una calzada qué tenían rota por

dos o tres partes. E demás destos tres combates que dábamos a los de la ciudad, era tanta la gente de nuestros amigos que por las azoteas y por otras partes les entraban, que no parecía que había cosa que nos pudiese ofender. E como les ganamos aquellas dos puentes y albarradas y la calzada los españoles, nuestros amigos siguieron por la calle adelante sin se les amparar cosa ninguna, y yo me quedé con obrá de veinte españoles en una isleta que allí se hacía, porque veía que ciertos amigos nuestros andaban envueltos con los enemigos, y algunas veces los retraían hasta los echar al agua, y con nuestro favor revolvían sobre ellos. E demás desto, guardábamos que por ciertas traviesas de calles los de la ciudad no saliesen a tomar las espaldas a los españoles que habían seguido la calle adelante; los cuales en esta sazón me enviaron a decir que habían ganado mucho y que no estaban muy lejos de la plaza del mercado; que en todo caso querían pasar adelante, porque ya oían el combate que el alguacil mayor y Pedro de Aĺbarado daban por su estancia. E yo les envié a decir que en ninguna manera diesen paso adelante sin que primero las puentes quedasen muy bien ciegas: de manera que si tuviesen necesidad de se re- ; traer el agua no les ficiese estorbo ni embarazo algúno, pues sabían que en todo aquello estaba el peligro; y ellos me tornaron a decir habían gatodo lo que nado estaba bien reparado; que fuese allá y lo vería si era así. Y yo, con recelo que no se desmandasen y dejasen ruin recaudo en el cegar de las puentes, fuí allá, y hallé que habían pasado una quebrada de la calle que era de diez o doce pasos de ancho, y el agua que por ella pasaba era de hondura de más de dos estados, y al tiempo que la pasaron habían echado en ella madera y cañas de carrizo, y como pasaban pocos a pocos y con tiento, no se había hundido la madera y ca- › ñas; y ellos con el placer de la victoria iban tan embebecidos que pensaban que quedaba muy fijo. E al

que

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punto que yo llegué a aquella puente de agua cuitada vi que los españoles y muchos de nuestros amigos venían puestos en muy gran huída, y los enemigos como perros dando en ellos; y como yo vi tan gran desmán, comencé a dar voces tener, tener; y ya que yo estaba junto al agua, halléla toda llena de españoles y indios, y de manera que no parecía que en ella hobiesen echado una paja; e los enemigos cargaron tanto, que matando en los españoles, se echaban al agua tras ellos; y ya por la calle del agua venían canoas de los enemigos y tomaban vivos los españoles. E como el negocio fué tan de súpito y vi que mataban la gente, determiné de me quedar allí y morir peleando; y en lo que más aprovechábamos yo y los otros que allí estaban conmigo era en dar las manos a algunos tristes españoles que se ahogaban, para que saliesen afuera; y los unos salían heridos, y los otros medio ahogados, y otros sin armas, y enviábalos que fuesen adelante; y ya en esto cargaba tanta gente de los enemigos, que a mí y a otros doce o quince que conmigo estaban nos tenían por todas partes cercados. E como yo estaba muy metido en socorrer a los que se ahogaban, no miraba ni me acordaba del daño que podía recibir; y ya me venían a asir ciertos indios de los enemigos, y me llevaran, si no fuera por un capitán de cincuenta hombres, que yo traía siempre conmigo, y por un mancebo de su compañía, el cual, después de Dios, me dió la vida; e por dármela como valiente hombre, perdió allí la suya. En este comedio, los españoles que salían desbaratados ibanse por aquella calzada adelante, y como era pequeña y angosta y igual a la agua, que los perros la habían hecho así de industria, y iban por ella tambien desbaratados muchos de los nuestros amigos, iba el camino tan embarazado y tardaban tanto en andar, que los enemigos tenían lugar de llegar por el agua de la una parte y de la otra y tomar y matar cuantos querían. Y aquel capitán que estaba conmigo, que se dice

HERNÁN CORTÉS: CARTAS - T. II

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Antonio de Quiñones, dijome: Vamos de aquí y salvemos vuestra persona, pues sabéis que sin ella ninguno de nosotros puede escapar»; y no podía acabar con-migo que me fuese de allí. Y como esto vió, asióme de los brazos para que diésemos la vuelta, y aunque yo holgara más con la muerte que con la vida, por importunación de aquel capitán y de otros compañeros que allí estaban nos comenzamos a retraer peleando con nuestras espadas y rodelas con los enemigos, que venían hiriendo en nosotros. Y en esto llega un criado mío a caballo, y hizo algún poquito de lugar; pero luego dende una azotea baja le dieron una lanzada por la garganta, que le hicieron dar la vuelta; y estando en este tan gran conflito, esperando que la gente pasase por aquella calzadilla a ponerse en salvo, y nosotros deteniendo los enemigos, llegó un mozo mío con un caballo para que cabalgase, porque era tanto el lodo que había en la calzadilla de los que entraban y salían por el agua que no había persona que se pudiese tener, mayormente con los empellones que los unos a otros se daban para salvarse. E yo cabalgué, pero no para pelear, porque allí era imposible podello hacer a caballo; porque si pudiera ser, antes de la calzadilla, en una isleta se habían hallado los ocho de caballo que yo había dejado, y no habían podido hacer menos de se volver por ella; y aun la vuelta era tan peligrosa, que dos yeguas en que iban dos criados míos cayeron de aquella calzadilla en el agua, y la una mataron los indios y la otra salvaron unos peones; y otro mancebo criado mío, que se decía Cristóbal de Guzmán, cabalgó en un caballo que allí en la isleta le dieron para me lo llevar, en que me pudiese salvar, y a él y al caballo antes que a mi llegase mataron los enemigos; la muerte del cual puso a todo el real en tanta tristeza, que hasta hoy está reciente el dolor de los que lo conocían. E ya con todos nuestros trabajos, plugo a Dios que los que. quedamos salimos a la calle de Tacuba, que era muy

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