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taba; llevándolo atado iban allá, hallában los descuidados, daban en ellos, y cuantos huir no podian, como mujeres, niños y viejos, metian á espada, porque lo principal que pretendian era hacer grandes crueldades y estragos, para meter miedo por toda la tierra y viniesen á darse. Todos los que tomaban á vida, como los mancebos y hombres grandes, cortaban ambas á dos manos, y enviaban, como se dijo, con cartas; fueron sin número á los que cortaron desta manera las manos, y más los que mataron. Holgábanse por extraña manera en hacer crueldades, unos más crueles que otros en derramar; con nuevas y diversas maneras, sangre humana. Hacian una horca luenga y baja, que las puntas de los piés llegasen al suelo, porque no se ahogasen, y ahorcaban 13 juntos, en honor y reverencia de Cristo, Nuestro Redentor, y de sus doce Apóstoles; y así, ahorcados y vivos, probaban en ellos sus brazos y sus espadas. Abríanlos de un revés por los pechos, descubríanles las entrañas; otros hacian de otras maneras estas hazañas. Despues de así desgarrados, áun vivos, poníanles fuego y quemábanlos; liaban el indio todo con paja seca, y poníanle fuego y quemábanlo. Hombre hobo que á dos criaturas, que serian hasta de dos años, les metió por la hoya de la garganta una daga, y así degollados los arrojó en las peñas. Todas estas obras y otras, extrañas de toda naturaleza humana, vieron mis ojos, y agora temo decillas, no creyéndome á mí mismo, si quizá no las haya soñado. Pero en la verdad, como otras tales y peores, y muy más crueles y sin número, se hayan perpetrado en infinitas partes destas Indias, no creo que de aquestas me he olvidado. Algunas veces, siguiendo algunas cuadrillas algunos de los rastros que se han dicho, otra guia, iban á dar donde habia mucha gente ayuntada, que no quisieran hallar tanta, porque los indios, viendo que los españoles eran pocos, desque los contaban tornaban sobre sí, y con piedras y á flechazos, de cerca, los fatigaban; y así fué una vez, que 13 españoles siguieron un rastro, y fueron á dar con 1.000 ó 2.000 ánimas entre mujeres y niños, chicos y grandes; llevaban cuatro ballestas, y sus rodelas y lanzas y

sin

espadas, á los cuales acometen los indios muy denodados; los españoles sueltan las ballestas y hácenseles luego las cuerdas pedazos. Los indios fatíganlos á pedradas y flechazos, los cuales rescibian en las rodelas y adargas, pero no llegaban junto á ellos, para con las porras ó mancanas hundilles los cascos, porque sólo que el de la ballesta, que tenia siempre armada, les amagaba como que la queria soltar, ninguno habia que se les osase acercar, y con solos aquellos ademanes de la ballesta, se libraron, que no los matasen, dos horas ó tres que duró el combate, hasta que, por maravilla, se oyó la grita en el Real de los españoles, que yendo de paso, habia cerca de allí, aquella tarde, parado. Entónces ocurrió toda la más gente del Real, y van por el rastro de los 43 españoles, y llegan allá; dan en los indios de fresco, desmayan los indios, ponénse en huida, hácese gran matanza, y la presa de los captivos, mujeres y niños, y de otras edades, fué grande. En estos comedios, todos los españoles padecieron grandes hambres, porque regla general en estas Indias es, que como entran y han entrado siempre guerreando y huyen los indios dellos, y ellos no traen la comida de España, ni se dan maña para hacer el pan destas tierras, ni haber los otros manjares, que padezcan grandes hambres y mueran muchos dellos, como han muerto infinitos, ésles necesario. Las gentes que se captivaban repartian por los españoles los Capitanes, dándoselos por esclavos. Cada uno echaba en cadenas, si las tenia, los que le daban, ó de otra manera tenia cuidado de guardallos; iban dos ó tres españoles juntos, llevando 10 ó 12 y 15 y 20 esclavos, apartándose del Real, por los montes, á sacar ciertas raíces, llamadas guayagas, la media silaba breve, de que en aquella provincia sola, se hacia cierto pan; y una vez descuidáronse los tres ó cuatro españoles, y, aunque tenian sus espadas y rodelas, arremeten á ellos los esclavos, y, con los ramales de las cadenas y con piedras, matáronlos: ellos, despues, unos á otros se desherraron, y, en señal de su victoria, llevaron las cadenas y las espadas á presentar al señor Cotubanamá. A todos los indios que se prendian y cortaban las

manos, y en quien se ejercitaban las susodichas crueldades, decíaseles que así los habian á todos de lastimar y matar si no se daban. Respondian que si vernian, sino que temian las amenazas del rey Cotubanamá, que les enviaba siempre á decir que no se diesen á los españoles, si nó, que, despues de idos, los habia de matar. Lo uno, por esto, y lo otro, por la persona que era tan señalada, y porque era cierto, que sino se prendia, ó de otra manera se daba ó venia de paz, que la tierra no habian de poder sujetar, todo el intento principal de los Capitanes y españoles era preguntar dónde Cotubanamá estaba, y dónde se podia hallar. Finalmente, se tuvo nueva que se habia pasado á la Saona, y que allí estaba sin gente con su mujer y hijos, pero muy vigilante y á buen recaudo. De allí adelante acordó el Capitan general, Juan de Esquivel, de pasar allá, como le pareció que allí le habia ido bien con la matanza que habia hecho en aquella isla, y así, trabajó de irse acercando hacia la tierra del mismo Cotubáno, que, como dicho queda, era de la isla dicha, la tierra frontera y más cercana, solas dos leguas de mar en medio. En este tiempo, prendieron ciertos señores principales, y mandólos el Capitan general quemar vivos, y creo que fueron cuatro, porque de tres no tengo que dudar. Para quemallos, hicieron ciertos cadalechos sobre cuatro ó seis horquetas, puestas unas varas á manera de parrillas, y en ellos los Caciques muy bien atados; debajo pusieron muy buen fuego, y comenzándose á quemar, daban gritos extraños, que oirlos, las bestias me parece que no lo pudieran tolerar. Estaba el Capitan general en un aposento, apartado de allí alguna distancia, donde tambien oia sus dolorosos gemidos y gritos lamentables, y porque de oillos rescibia pena, ó por quitalle el reposo, ó quizá de lástima y piedad, envió á mandar que los ahogasen; pero el alguacil del Real, que ejecutaba la inícua sentencia, y era el verdugo de aquel acto, hízoles meter palos en las bocas, porque no sonasen ni oyese el Capitan los alaridos y gemidos que daban, y así se quemasen abrasados, como si le hobieran muerto á todo su linaje. Todo esto yo lo vide, con mis ojos corporales mortales.

CAPÍTULO XVIII.

Ya se tenia entendido por los españoles que no se habian de subjectar los indios de la provincia, en tanto que el rey Cotubanamá no se hobiese tomado, é ya que sabia que se habia pasado á la isleta de Saona, el Capitan general, Juan de Esquivel, determinó de seguille y pasar allá, para lo cnal proveyó, que una carabela que proveia el Real de pan caçabí, y y vino, y quesos, y otras cosas de Castilla, que desta ciudad de Sancto Domingo se les enviaba, viniese á cierta parte, siendo de noche, para que allí tomase la gente que con él habia de pasar en la dicha isleta, de manera que el Cotubanamá ni sus espías lo sospechasen. Tenia el dicho Cacique y señor esta costumbre y aviso, despues que á ella pasó, para se guardar de los españoles: en medio de la isleta estaba una cueva grande, donde tenia su mujer y sus hijos, y él estaba, desque vido que la carabela andaba por allí, aunque era ordinario verla, por la razon que se dijo de proveer el Real, tenia sus espías en los lugares donde se podrian desembarcar, y él, cada dia, al cuarto del alba, iba, con 12 indios, de los más dispuestos y valientes que consigo tenia, á la mar y el puerto ó desembarcadero, de donde más temia que la carabela podia echar gente en tierra y hacelle mal. Una noche embarcóse Juan de Esquivel, con 50 hombres, en la tierra frontera de la isla, que, como he dicho, estaba della dos leguas de mar, y fué á desembarcar ya cuasi que amanecia. Las espías, que. eran dos indios, tardáronse, por manera, que saltaron en la isla, primero, 20 ó 30 españoles, y subieron cierta peña, muy alta, poco ántes que las espías, á especular la mar y carabela, llegasen. Ciertos españoles ligeros, que iban delante, prendieron las espías, trujéronlas al capitan Juan de Esquivel, y

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y

preguntados dónde quedaba ó estaba el rey Cotubanamá, dijeron que allí cerca venia; sacó un puñal el Capitan, y dió de puñaladas al uno, triste indio espía, y el otro, átanlo y llévanlo por guía. Iban delante algunos españoles, corriendo, y sin órden, cada uno presumiendo de señalarse en la prision de Cotubanamá; hallan dos caminos, van por el de á mano derecha, los más de los españoles, sólo uno acertó á tomar el de la izquierda, porque, como toda la isla es montes bajos, no se puede ver hombre á otro, aunque esté medio tiro de herron dél. Aqueste sólo hombre, que tiró por aquel camino, se llamaba Juan Lopez, labrador, harto bien alto y dispuesto, de fuerzas, y no ménos ejercitado en desgarrar indios, ó, al ménos, era de los que andaban en estas estaciones, porque era de los viejos que en esta isla Española se habian en las tales obras ejercitado. El cual, áun poco entrado en el camino, topó 12 indios, grandes y valientes, desnudos, como todos andaban, con sus arcos y flechas, en renglera, uno tras otro (porque así andan todos, y, tambien, aunque quisieran, por la estrechura del camino y espesura del monte, no pudierau venir de otra manera), y el postrero era Cotubanamá, que traia un arco, segun ya dije, como de gigante, y una flecha, con tres puntas de hueso de pescado, como un pié de gallo, que si él la empleara en algun español, sin corazas, bien pudiera, de vivir más, descuidarse. Como los indios que venian delante al español vieron, enmudecieron, pensando que sobre ellos venia todo el mundo, pudiendo, con las flechas, clavallo y huir; pero preguntándoles por su señor Cotubanamá, respondieron al Juan Lopez: «véelo, aquí viene detras,» y diciendo esto, apartáronse para que pasase. Pasa Juan Lopez, con su espada desnuda; como no lo habia visto antes, y ví– dolo de súbito, quiso flechar su arco, pero arremetió Juan Lopez con su espada, y tírale un estocada; recógesela Cotubanamá, con ambas manos, pensó que debia ser algun palo blanco, como no lo habia experimentado; corrió Juan Lopez la espada, y sególe las manos; entónces, acudíale con otra. Díjole Cotubanamá: mayanimacaná, Juan Desquivel daca; «no

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