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CAPITULO LVII.

La órden de nuestra Historia requiere que tornemos á los dos Gobernadores primeros, que fueron á la tierra firme, conviene á saber, Alonso de Hojeda y Diego de Nicuesa, que, en el cap. 52, desta ciudad partidos dejamos; y, porque Alonso de Hojeda partió deste puerto primero, dél primero y de sus desastres será bien que digamos. Fué á echar sus anclas en cuatro ó cinco dias al puerto de Cartagena, donde la gente de aquella tierra estaba muy alborotada, y siempre aparejada para resistir á los españoles, por los grandes males que habian rescibido de los que fueron los años pasados, con título de rescatar, como fueron Cristóbal Guerra, y otros, segun en el libro I, cap. 172 dejamos relatado, y porque, como en el capítulo 19 deste libro II dijimos, las gentes de por allí habian por esta causa descalabrado y muerto algunos de los nuestros, porque tenian hierba ponzoñosa y brava, y hicieron relacion á los Reyes, que allí no querian rescibir los cristianos, ántes los mataban, callando los insultos, violencias y maldades que ellos en aquellos hacian, y no habia en la corte quien volviese por los que estaban en sus casas, y gente tan inquieta y mal mirada como hemos sido con ellos, por lo cual, dieron los Reyes licencia que pudiesen ir á aquella tierra y hacelles guerra á fuego y á sangre, y hacellos esclavos, con harta' ceguedad y culpa de los que tenian en su Consejo, como allí probamos, debia el Alonso de Hojeda llevar esta misma licencia y allí determinó de usalla. Cuenta ésto, un Cristóbal de la Tovilla, en una historia que llamó La Barbárica, el cual anduvo por aquella tierra mucho tiempo, puesto que no entónces sino despues, muchos años; pero súpolo de los mismos que con el Hojeda fueron, ó de los que

á

Томо ІІІ.

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aquellos inmediatamente sucedieron, y dice así en el principio, cap. 1.: «Aquí en Cartagena, echadas sus anclas, porque el Rey católico le mandaba (conviene á saber, á Hojeda), que hiciese guerra en aquella parte, por los muchos males que los indios della hacian á los que con ellos rescataban. Esto procuraban ellos, porque, como todo el tiempo que esta tierra firme estuvo sin poblarse de cristianos, las cuales insulas habitaban, venian cada dia á rescatar con los naturales della, dándoles por el rescate mucho oro que tenian, y gallinas, por cuentas y cuchillos y otras cosas semejantes de España, con que volvian á sus casas cargados de riqueza, y pasaban con descanso la vida. Mas despues que esta contratacion se fué adelgazando, y su codicia poco á poco extendiendo, sų debajo deste nombre rescate hacian armadas con que captivaban gran suma de indios, que en la Española y las demas ínsulas, sin más justo título, por esclavos vendian, por donde los indios, sentido el daño, de paz y de guerra mataban á cuantos se descuidaban; á cuya causa, el rey D. Hernando mandó que se les hiciese cruel guerra, siendo cierto que, si la verdad dello supiera, ni lo mandara ni lo permitiera.» Estas son palabras formales del dicho Tobilla, que no es chico testimonio para lo que, en el dicho cap. 19, dijimos, y lo que demás en este artículo dijéremos, porque siendo uno de los que en esta ceguedad estuvieron y murieron, y hablador y encarecedor, como Oviedo, de las dichas hazañas de los españoles, y abatidor de los tristes indios, que han sido y son tan injustamente agraviados, la misma verdad, con todo esto, le constriñe á que no la calle. Tornando pues al propósito, acordó allí Alonso de Hojeda de saltar en tierra y dar de súbito en un pueblo llamado Calamar, por haber de presto algunos indios, y enviarlos á esta isla á vender por esclavos, para pagar muchas deudas que acá dejaba. Juan de la Cosa, gran piloto, y que llevaba por Capitan general, acordándose de lo que, viniendo con el mismo Hojeda los años pasados á rescatar, cognoscieron de aquellos indios, ser valientes y tener hierba mortífera y demasiadamente ponzoñosa, prudentemente le dijo:

Señor, paréceme que sería mejor que nos fuésemos á poblar dentro del golfo de Urabá, donde la gente no es tan feroz, ni tienen tan brava hierba, y aquella ganada, despues podriamos tornar á ganar ésta con más propósito»; pero Hojeda, que fué siempre demasiadamente animoso, confiando que nunca en millares de pendencias y peligros que en Castilla y en estas Indias se habia hallado, le sacó jamás hombre sangre, no curó de tomar su parecer, sino con cierta gente va sobre el pueblo al cuarto de alba, diciendo: «Santiago», acuchillando y matando y cautivando cuantos en él hallaba, y que huyendo no se escapaban; ocho indios que no fueron tan deligentes en huir, metiéronse en una de estas casas de paja, y de tal manera se defendieron, con las muchas y ponzoñosas flechas que tiraban, que ninguno de los españoles osaba llegárseles á la casa. El Hojeda dando voces reprendiólos, y dijo: «grande vergüen→ za es que vosotros, tales y tantos, no oseis allegaros á ocho desnudos que así burlan de vosotros.» Confuso de estas palabras uno de aquellos, que en aquella obra solícito andaba, con ímpetu grande arremetió por medio de infinitas flechas y entró por la puerta de la casa, pero al entrar dióle una por medio de los pechos, que luego lo derrivó y dió el ánima. El Hojeda, de ésto más exacerbado, mandó poner fuego á la casa por dos partes, donde, con ella, en un credo fueron los ocho indios quemados vivos; tomó allí 60 personas captivas, y enviólas á los navíos, que las guardasen. Luégo acordó ir, con esta su vitoria, tras los que iban huyendo, en su alcance, y á un gran pueblo que de allí cuatro leguas distaba, llamado Turbaco; los vecinos dél, entendidas sus nuevas, de los que huyeron habian sido avisados. Alzaron todas sus mujeres y hijos y alhajas, y pusiéronlas en los montes á recaudo, y entrando en el pueblo, de madrugada, no hallaron persona que matasen ni captivasen; y como descuidados y no experimentados de que los indios eran hombres, y que la vejacion y la misma naturaleza les habia de enseñar, y así, menospreciándolos, y su misma cudicia y pecados cegándolos, despareciéronse por los montes, buscando cada uno qué robar. Los

indios, por sus espías, sintiéndolos derramados, salen de los montes y dan en ellos, con una grita que á los cielos llegaba, y con tanta espesura de flechas herboladas, que parecia escurecerse los aires; y como los españoles creyesen, con su descuido, que no habia quien los enojar osase, y ésta fuese avenida súbita, espantados, como si fueran venados cercados, no sabian donde guarecese ni huir, como atónitos; huyendo para una parte, daban en gente que los aguardaba, si para otra parte, caian en la que los acababa, y con unas mismas flechas emponzoñadas, que habian muerto á unos, que los indios de los cuerpos les sacaban, herian y mataban á otros, que vivos y en pié hallaban. Juan de la Cosa, con ciertos españoles que recogió consigo, hízose fuerte á la puerta de un cierto palenque, donde Hojeda con ciertos compañeros, defendiéndose, peleaba, hincándose de rodillas muchas veces para rescibir las flechas en la rodela, en la cual, como era chico de cuerpo, y con su ligereza y destreza, casi todo se escudaba; mas desque vido caidos todos los más de los suyos, y á Juan de la Cosa, con los que le ayudaban, muy al cabo, confiando de la ligereza grande que tenia (y fué admirable como en el primer libro dejamos declarado), sale por medio de los indios, corriendo, y áun huyendo, que parecia ir volando; metióse por los montes donde más oscuros los hallaba, encaminándose cuanto más le parecia hácia la mar, donde sus navíos estaban. Juan de la Cosa metióse en una choza que halló sin hierba descobijada, ó él, segun pudo, con algunos de los suyos la descobijaron porque no los quemasen, arrimado á la madera, y peleando hasta que ante sus ojos vido todos sus compañeros caidos muertos, y él que sentia en sí obrar la hierba de muchas saetadas que tenia por su cuerpo, dejóse caer de des. mayado: vido cerca de sí uno de los suyos, que varonilmente peleaba, y que no lo habian derrocado, y díjole: «pues que Dios hasta agora os ha guardado, hermano, esforzaos y salvaos, y decid á Hojeda como me dejais al cabo.» Y éste sólo, creemos que de todos escapó, y Hojeda, que debian ser más de 100 los que en aqueste salto se hallaron; algunos dijeron que

fueron 70 los que allí murieron. Los de los navíos, como vian que de Hojeda, su Gobernador, y de su gente no sabian nada ni vian que alguno venia, ni á quien preguntar, sospechando no fuese acaecido algun desastre, van con los bateles por la costa arriba y abajo, á buscar si viesen alguno que viniese de allá, que les diese buenas nuevas ó malas; poniendo en ello mucha solicitud, llegaron á donde habia junto al agua de la mar unos manglares, que son unas arboledas inputribles, que siempre nacen y crecen y permanecen en el agua de la mar, con grandes raíces, unas con otras asidas y enmarañadas; allí metido y escondido hallan á Hojeda con su espada en la mano, y la rodela en las espaldas, y en ella sobre trescientas señales de flechazos. Estaba casi transido y descaecido de hambre, que no podia echar de sí el habla, pero hicieron fuego y escarentáronle y diéronle á comer de lo que llevaban, y así volvió á tener aliento y á esforzarse; y como en esta tristeza y dolor estuviesen, oyéndole contar su desventurado alcance y trabajo, vieron asomar el armada de Nicuesa, de que no le sucedió poco dolor y angustia, temiendo que Nicuesa quisiese de él vengarse por los desafíos y pendencias que, pocos dias áun no muy muchas horas ántes, en esta ciudad entre ambos habian pasado, por lo cual mandó que todos se fuesen á los navíos, y le dejasen sólo, no diciendo dél nada en tanto que Nicuesa en el puerto tardase.

Y

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