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CAPÍTULO XL.

Gobernaba el Comendador Mayor en esta isla los españoles con mucha prudencia; era tenido y amado, y reverenciado dellos en gran manera en estos dias. Tuvo una industria muy buena para tenellos á todos muy subjectos, entre los cuales habia muchas personas principales y caballeros, y fué esta: tenia mucho cuidado de saber cómo cada uno, en el pueblo que era vecino, vivia, preguntando muy particularmente á los que, de los pueblos á negociar con él, ó á esta ciudad, donde él por la mayor parte del año residia, por sus negocios venian; si sabia que alguno era inquieto ó de mal ejemplo, y mayormente si era informado que ponia los ojos en alguna mujer casada, aunque no supiese más dél de que pasaba por su calle algunas veces, y dello se concebia en el pueblo alguna sospecha, ó que tuviese otro defecto que fuese nocivo, y aunque no fuese mucho escandaloso al pueblo, enviábale muy disimuladamente á llamar, y, venido, recibíalo con rostro alegre, y mandábale que viniese á comer con él, como si le hobiera de hacer nuevas mercedes. Preguntábale de los otros vecinos, de las haciendas de cada uno, cómo se habian unos con otros, y de otras cosas que él fingia querer saber; el que era venido estimaba de sí, que, por tenelle por más virtuoso y mostralle más amor, y querelle tener por privado y dalle más indios, el Comendador Mayor se informaba dél y en aquello le favorescia. Y porque siempre llamaba los tales en tiempo que habia navíos en el puerto, puerto, cuando ya estaban para se partir, decíale: «fulano', mirad en qué navío destos quereis ir á Castilla ; » y el otro íbasele una color y veníale otra, y decía, ¿señor, por qué?» Respondia, «no cureis de hacer otra cosa.» Replicaba, «señor, no tengo con qué, ni áun para

el matalotaje.» Decia el Comendador Mayor, «por eso no quedará, porque yo os lo daré,» y hacíalo así. Desta manera, con pocos que envió, tenia toda la isla tan sosegada, donde hobo, segun oí, 10 ó 12,000 españoles, y muchos de ellos, como dije, hijodalgos y caballeros, que por no enojallo no osaban menearse; yo cognoscí dos caballeros, harto personas señaladas, y del Comendador mucho estimadas, que, habiéndose topado en cierta parte de noche, y descalabrádose, no fué menester que alguno los concertase, porque ellos se perdonaron, abrazaron y concertaron, sólo porque el Gobernador no lo alcanzase á saber ni lo sospechase. Y esto todo lo hacian y sufrian, solamente porque á los que habia dado indios no se los quitase, desterrándolos á Castilla, y á los que no los habia dado, porque se los diese; y ansí el oro que venian á buscar, y consistia en que les diesen indios, no se estorbase. Por manera, que toda la paz y concierto y obediencia que los españoles acá al Gobernador tenian, y no osar cometer cosa que fuese por el foro exterior castigable, sólo se fundaba en el interés y temor de no perder los bienes temporales que esperaban, y todo esto sobre los desventurados indios cargaba. Y es aquí de saber, que desterrar de la manera dicha en aquellos tiempos alguno á Castilla, ninguna muerte ni daño se le igualaba, y, á lo que por entonces estimábamos, algunos escogieran ser ántes muertos, que, por aquella manera, desta isla echados; la razon era, por no ir á sus tierras pobres, perdida la esperanza de alcanzar acá lo que deseaban; y así el estado desta isla, en aqueste tiempo, fué muy al revés del que tuvo los tiempos pasados, porque la mayor pena que daban á los malhechores de Castilla, sacada la muerte, era desterrallos de allá para acá, como en el libro primero mostramos, pero por el contrario, la más grave que agora se temia y podia dar, fué desterrar los hombres de acá para allá. En este comedio andaba la priesa muy encendida, en sacar el oro de las minas, y los otros trabajos que para lo sacar se ordenaban (porque aquel era el fin de los españoles y de todos sus cuidados), y por consiguiente, la diminucion y muerte de los indios era

necesaria, porque como ellos eran acostumbrados á poco trabajo, por la fertilidad de la tierra, que con casi ninguno la cultivaban y de sus fructos tenian abundancia para sustentarse, y tambien por contentarse con solamente lo á la vida necesario, allende ser de su naturaleza gente delicada, metidos en tan duros y acerbos trabajos, de un extremo á otro, no poco a poco sino de súbito, acelerados, forzado era que no podian con la vida, en ellos, mucho tiempo durar; y bien pareció, pues cada demora, que eran los seis ó ocho meses que tenian las cuadrillas de indios en las minas, sacando oro, hasta que se traia todo á fundir, se morian la cuarta y áun la tercia parte. ¿Quién podrá contar las hambres y aflicciones, malos y crueles tratamientos, que, no sólo en las minas, pero en las estancias y donde quiera que trabajaban, padecian los desventurados? Los que enfermaban, ya queda dicho que no eran creidos, diciendo que lo hacian de haraganes y bellacos por no trabajar; y cuando la calentura y la enfermedad hablaba por ellos, clamando estar enfermos de verdad, dábanles un poco de pan caçabí, é unas pocas de ajes, raíces como turmas de tierra, y enviábanlos á su tierra que estaba 10, y 15,

y

20 Y 50 leguas, que se curasen, y aun no con pensamiento que se curasen, sino que se fuesen donde quisiesen por no curallos; lo que, cierto, no hacian, cuando alguna yegua de las suyas, porque entónces no habia caballos, enfermaba. Viéndose así aquestas gentes, en tan infelice y abatido y mortífero estado, por salir presto dél, muchos se mataban, bebiendo de aquel agua ó zumo, que arriba dijimos salir de las raíces de que hacen el pan caçabí, que tiene virtud de matar bebiéndola sin dalle un hervor al fuego, y si se lo dan queda como vinagre muy bueno, y llámanlo hien; las mujeres, si se empreñaban, tomaban hierbas para echar las criaturas muertas, y desta manera, perecieron en esta isla muchas gentes. Hombre hobo casado, que tomaba una vara ó vardasca, y se iba á donde los indios cavando trabajaban, y á los que no hallaba sudando, dábales de varazos diciendo; «¿no sudais, perros? ¿no sudais?» La mujer se iba por su parte con su vara en la mano á donde

las mujeres indias trabajaban en hacer pan, mayormente cuando las raíces rallaban, y á las que no hallaban sudando, daban de varazos, diciendo las mismas palabras: «¿no sudais, perras? ¿no sudais?» Y, por justo juicio de Dios, ellos despues más dolorosamente sudaron, porque ambos á dos, con hijos é hijas, niños que parecian unos ángeles, y con otras personas hermanas y cuñadas, y con el oro que con aquellas obras buenas y justicia habian ganado, que era no poca cantidad, los vide por mis ojos en el Puerto de Plata, desta isla, embarcar para se ir á Castilla, creyendo ir á gozar dello y descansar, y nunca más parecieron, habiéndose hundido con todo ello en la mar; destos castigos que Dios ha hecho en reprobacion y venganza destas crueldades, que con estas gentes se han obrado, habemos visto hartos, y, si place á Dios, algunos dellos, notables, abajo se referirán. Y, porque el licenciado Alonso Maldonado tenia gran trabajo en el ejercicio de la justicia de toda esta isla, envió el Comendador Mayor á Castilla que le enviasen un letrado para que llevase parte de sus trabajos, y así vino en este tiempo un bachiller, llamado Lúcas Vazquez de Ayllon, natural de Toledo, hombre muy entendido y muy grave, al cual hizo el Comendador Mayor, Alcalde mayor de la ciudad de la Concepcion, con todas las otras villas que están por aquella parte desta isla, como fueron, la villa de Santiago, Puerto de Plata, Puerto Real, y Lares de Guahába. Este bachiller Ayllon despues fué á Castilla, y tornó licenciado y por Oidor de la Audiencia que aquí está. Dióle, luégo que vino, el Comendador, 400 6,500 indios, porque éste era el principal salario con que pagaban todos los servicios, los cuales al cabo mató, ó la gran parte dellos, en sus minas y granjerías.

CAPITULO XLI.

y

En todo este tiempo faltó Rey en Castilla, desde el año de 504 hasta el de 507, porque como en el de cuatro murió la reina doña Isabel, y el de cinco vinieron á reinar el rey D. Felipe y la reina doña Juana, y el rey D. Felipe murió luégo en aquel año, y la Reina, por su perpétua enfermedad, no estuvo para gobernar, siguióse de aquí estar los reinos de Castilla sin Rey sin dueño, presente al ménos, desde el año de cuatro, al fin dél, hasta el de siete, que vino el rey D. Hernando, de Nápoles; porque aunque desque murió la reina doña Isabel estuvo presente aquel año el rey D. Hernando, y lo gobernaba, pero cada dia esperaba la reina doña Juana al rey D. Felipe, y no faltaron embarazos y ocupaciones al Rey, y no tuvo noticia entera de la perniciosa desórden que el Comendador Mayor habia puesto en esta isla, repartiendo los indios de la manera dicha, y como por ella perecian todos: y si la tuvo, porque, en la verdad, el Almirante le avisó dello, como arriba ya dejamos dicho, ó no la creyó, ó con otros más vehementes pensamientos, que entonces le ocupaban la intencion ó atencion, no la entendió, ó della no curó. Venido el rey D. Felipe, fuése el rey D. Fernando á Nápoles; murió luégo el rey D. Felipe, vacó la gobernacion, hasta que el año de siete tornó de Nápoles el rey D. Hernando. Y así, con estos embarazos y mudanzas, tuvo lugar de se entablar y asentar esta pestilencia del repartimiento, sin que se sintiese ni hobiese persona que en ella mirase, pereciendo cada dia, como es dicho, tantos, porque no habia otro fin á que la intencion y cuidados se enderezasen, sino á sacar oro; de la perdicion, y como se consumian los indios, ninguna cosa curando, y el que debia más que los otros mirar en ello, que era el Comendador Mayor, que lo

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