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do de las no pequeñas de sus naturales. Nadie estorbaba ni aun reprobaba las atrocidades de los filibusteros; antes se relatan con fría indiferencia, cuando no con cierta fruición laudatoria. Las armadas del gran Luis XIV no tuvieron empacho en tomar por auxiliares á esos detestables foragidos para ir al saco de Cartagena. Drake y los demás bandoleros que venían de saquear, acaso á traición, las tierras y mares americanos, eran recibidos con júbilo por los reyes, quienes se sentaban á sus mesas y los colmaban de honores. España premiaba, es cierto, á los conquistadores, lo mismo que hoy se hace con los generales que acaban de dejar cubiertas de cadáveres y cenizas provincias enteras; pero aquellas conquistas eran consecuencia natural del estado de cosas, y se ejecutaban con autoridad real, á la luz pública, tal como hoy se requiere para no confundirlas con invasiones piráticas. Mas no por eso dejaba de tomar estrecha cuenta á cuantos se excedían después de sometidos los pueblos, y ponía cuantos medios estaban á su alcance para que éstos fuesen bien tratados, aunque no siempre lo conseguía. Si se ponderan tanto los excesos de algunos españoles, es porque otros muchos españoles clamaban sin cesar contra ellos. Los que extreman sus acusa

ciones contra España las apoyan en escritos españoles, particularmente en los del fogoso P. Las Casas, cuyas vehementes y apasionadas declamaciones dejaba correr sin estorbo aquel gobierno absoluto. No eran menos vehementes é irrespetuosos los misioneros, quienes á menudo pretendían cosas imposibles, y se mostraban más enemigos de sus compatriotas, que cualquier extranjero. Los letrados del gobierno tomaban también parte en el coro. El feroz Felipe II sufría con inalterable paciencia aquel diluvio, aquella rotunda condenación de su gobierno, y toleraba cargos que en caso semejante habrían costado bien caros á los súbditos de la altanera Isabel. Un honroso sentimiento de compasión hacia el pueblo vencido inspiraba en general aquellos escritos, en que por su índole y por su objeto no tenían cabida las buenas acciones, sino que se reunían y condenaban los hechos más negros, hasta formar un espantoso cuadro de horrores, donde no aparece una luz, como si fuera posible que entre tantos conquistadores y pobladores no hubiera un cristiano ni un solo hombre de bien. España se deshonraba á sí propia por un profundo sentimiento de justicia que será siempre una de sus glorias. Grande y fecundo campo tiene el historiador de la dominación es

pañola para mostrar'su imparcialidad y su buen criterio, con sólo que huyendo igualmente de la cruel indiferencia y de la afectada sensiblería, resuelva de una manera definitiva esa interminable y extraviada cuestión de las crueldades de los españoles en las Indias, y haga justicia á aquel gran pueblo que abolió los sacrificios humanos, y abrió á la fe y á la civilización el Nuevo Mundo.

VI

Dueño Cortés de México continuó gobernando en virtud de la famosa elección de Veracruz y por la fuerza misma de las circunstancias. Turbados fueron aquellos tiempos. Cristóbal de Tapia, enviado á fines del mismo año de 21, con el alto carácter de gobernador y juez pesquisidor, fué tratado con el mayor desprecio, y es notable que aquel desacato no tuviera consecuencias. Pero el Emperador, sin destituir á Cortés, comenzó á enviar empleados, mal escogidos por cierto: el conquistador, aunque en lo exterior cumplía, no los recibió bien, porque los con

sideraba como usurpadores de una parte de la autoridad que á él debía pertenecer por entero, y acaso también porque preveía que habían de perturbar la tierra. Procediendo con una torpeza que sólo puede explicarse por haberle faltado el tino cuando hubo terminado su papel, se ausentó de la capital para emprender la terrible é inútil jornada de las Hibueras, entregando el gobierno á sus enemigos, sin cuidar siquiera de dejarle fijamente establecido, sino mostrando en los nombramientos una vacilación ajena de su carácter, y que tanto contribuyó á los desórdenes posteriores. Los oficiales reales mostraron por su parte que ninguno era digno de tal confianza, y con sus mezquinas ambiciones y rencillas pusieron en gran peligro lo ganado. En la elección de la primera Audiencia anduvo el Emperador aun más desacertado que en la de los oficiales, y em‐ peoró la situación. Lo que mejor pinta el desaliento que se había apoderado de los indios y su ningún deseo de volver al antiguo régimen, es que no aprovecharon ocasión tan propicia para intentar un alzamiento, como bien se lo temieron los españoles. Podrían haberse envalentonado con la protección decidida que encontraban en los frailes y en el obispo, la cual, aunque nunca habría llegado á fomentar una insurrección,

bien pudo haberla provocado involuntariamente. Pero se limitaron á buscar en sus protectores una defensa, poco eficaz por entonces, contra sus males, agravados por el desorden y arbitrariedades de los gobernadores. Ese período de transición, no largo, pero muy turbulento, es digno de un serio estudio. Allí veríamos la facilidad de errar en los nombramientos, y la dificultad de enmendar los yerros á causa de la lejanía: cómo podían nulificarse las buenas intenciones del rey, sin desobedecerle abiertamente, y el principio de la lucha entre las autoridades civiles y las Órdenes Religiosas, por causa de la interminable cuestión de los indios.

Bien podemos contar por primeros gobernantes de México al Obispo Fuenleal y á sus compañeros los letrados de la segunda Audiencia, porque Cortés conservó poco tiempo el mando después de su malhadada expedición, y de los oficiales reales, lo mis mo que de los primeros oidores, no puede decirse que gobernaron, sino que destruyeron. Los segundos, que con celo y rectas intenciones comenzaron la obra de reconstrucción, tropezaron con un obstáculo que dificultaba mucho su tarea. La legislación antigua, destruida por la conquista, no había sido sustituída por otra; la española era

Tomo VI.-6.

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