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de que el sol no se ponía en sus dominios. Pero tantos triunfos deslumbradores no se alcanzaban sin mengua de la vitalidad interna de la nación. El tumulto de la guerra no había dejado mucho lugar à las pacíficas tareas de la paz: sobraban caudillos y soldados salidos de aquella ruda escuela, y faltaban brazos para el arado. Cuando España tenía mayor necesidad de recuperar sus fuerzas, aumentar su población, fomentar su agricultura, levantar su industria, perfeccionar su régimen interior, desarrollar, en suma, sus elementos de vida à la sombra bien hechora de la unidad y de la paz, entonces fué puntualmente cuando, al aceptar la oferta de un nuevo mundo, realizada en seguida por el navegante genovés, tomó á su cargo una empresa colosal, que acometió y llevó adelante con estupendo brío. Aquel esfuerzo sobrehumano acabo de postrar á Espana, por más que dos largos y gloriosos reinados la sostuvieron con externo brillo. No era España de aquellas naciones que rebosan de gente y se empeñan en aventuras para dar salida á sus productos y echar fuera el sobrante de una población miserable. Bien escasa era la suya, y la emigración á las Indias la agotaba. El trabajo honrado era visto con desden: las pocas fábricas se convertían en ruinas, los campos quedaban

Tomo VI.-3.

incultos, la riqueza pública se consumía en guerras. Los tesoros de América no reparaban tantos males, porque no hacían más que pasar por España para pagar tropas fuera, ó para enriquecer el comercio y la industria de naciones extranjeras de que ella había venido á ser tributaria. La expulsión de los moriscos vino á dar el último golpe á la agricultura de las más ricas provincias, privándola de brazos tan numerosos como entendidos. España compraba á costa de enormes sacrificios el inestimable bien de la unidad de raza y de religión. No habrían sido estériles, si los innumerables errores económicos y administrativos, comunes entonces, no hubieran consumado su ruina. La asombrosa vitalidad de España se sostuvo todo el siglo XVI: durante él se echaron los cimientos del gran edificio de la colonización ultramarina, y se adelantó notablemente la obra. Por desgracia, faltaba todavía mucho para acabarla, cuando, pasado el cetro de las vigorosas manos que le habían empuñado a las de monarcas débiles, perezosos y entregados á favoritos, se hizo patente la rápida decadencia, que llegó á su último punto bajo el poder del infeliz Carlos II. El impulso que faltaba ya en la madre patria no había de permanecer en las lejanas colonias; el corazón, gastado y desfalle

cido, no podía enviar la vida å las extremidades remotas; quedáronse estacionarias, resintiendo los males comunes á la monarquía, y supliéndolo todo con el respeto á la autoridad, que siquiera las mantenía en paz La obra colosal de la colonizacion americana no podía ni pudo llegar jamás á perfección.

IV

Pienso que en dos errores capitales se ina curre generalmente al juzgar la dominación española. Es el uno considerar como un so lo punto de tiempo el dilatado espacio de tres siglos, confundiendo épocas y circunstancias. Por más aislado que se suponga á un pueblo civilizado, es imposible admitir que se impida por completo el cambio de ideas con los demás. Y aun cuando así fuera, el tiempo no pasa en vano. Toda sociedad que no avanza retrocede, porque nada hay estable en este mundo: præterit enim figura hujus mundi. Varían las relaciones entre las diversas clases de la sociedad, así como la influencia de cada una; las razasantes separadas, se compenetran y forman otras; la propiedad se modifica; el comercio se abre nuevos caminos y abandona los que

seguía; las condiciones de la vida no perma. necen inmutables. Las leyes mismas, cuando ha pasado su época, si no caen en desuso ó ceden á consejo prudente, son destrozadas por tremendas revoluciones que fatalmente pasan al extremo contrario, desconociendo asimismo las necesidades presentes, y tomando la ilusión por realidad. De aquí que los juicios acerca de la dominación española carezcan casi siempre de exacti tud: se estudia únicamente un momento dado, ó se confunden lastimosamente los tiempos. El juicio general debiera fundarse en el conocimiento íntimo de todo aquel perío do, y deducirse, no de hechos aíslados, sino del carácter general del conjunto. Sin extenderse á más, no es posible, dentro del siglo XVI, pintar con iguales colores la épo ca de Mendoza y la de Enríquez. ¡Cuán dí ferente era el estado de las cosas, aunque sólo se atienda á la condición de los indios y al estado é influencia de las Ordenes Religiosas!

Segundo error es abarcar en un solo juicio al gobierno de la metrópoli y á los españoles de acá de los mares, cuando se debiera separarlos cuidadosamente. Por más que se haya levantado inmenso clamoreo contra el sistema colonial de España, no debemos escucharle, porque no es la voz de la

razón; y tanto hemos de cerrar los oídos á los encarnizados enemigos, como á los apologistas apasionados. La Historia está demasiado alta para escuchar gritos de tumulto y atender á declamaciones huecas. Con severa imparcialidad se traslada al lugar de la escena; instruye el proceso; llama á los testigos, cuyos antecedentes escudriña antes de recibir sus testimonios, y como recto juez pesquisidor examina las piezas, oye los descargos, distingue los tiempos y considera el espíritu de cada uno, la posición de los actores, los móviles de su conducta ó las razones que pudieron obligarlos á seguirla. Nada la apasiona, nada extravía su criterio. El único fin de la Historia es hallar la Verdad; el que no la busque sin asomo de pasión, no se atreva á escribir.

Nunca hubo por parte de España plan preconcebido para oprimir y explotar duramente las colonias. Los que lo contrario piensan toman el punto de vista actual, y desde él notan la falta de instituciones modernísimas. No es allí donde se coloca el observador imparcial, y por tanto no exige que la madre diera á las hijas lo que ella misma no tenía ni aun conocía, como tampoco lo conocían las demás naciones. Las modernas libertades políticas no existían en parte alguna. La vieja Carta Magna no li

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