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cumplían inconscientemente un designio providencial: los indios sucumbían á la ley de la Historia. Nada podía detener la marcha incesante del poder y de la civilización hacia Occidente.

Las hazañas militares de Cortés han arrebatado toda la atención, y aun no se ha dado el debido lugar á los capitanes que combatían á su lado, ni se ha pintado al vivo el carácter de sus compañeros. Nadie les ha negado el valor, y pocos les perdonan la crueldad; pero falta un estudio serio del carácter de esos asombrosos aventureros, mezcla singular de valor indómito, de dureza, de incomparable energía, de codicia, de libertinaje, de lealtad y de espíritu religioso. No era móvil absolutamente general y exclusivo de sus acciones la sed de oro, como hasta el fastidio se repite: hacíanle compañía el deseo de gloria, el de ensanchar los dominios del soberano, y el de ganar almas para Dios. Algunos hubo que después de esgrimir valerosamente la espada y de recibir el premio de sus servicios, depusieron mansamente las armas, se despojaron de lo ganado á tanta costa, juzgándolo mal adquirido, y fueron á refugiarse en el claustro, de donde salieron transformados en pobres misioneros, tanto más celosos y útiles, cuanto que ponían en aque

llas santas empresas el mismo valor, la misma resistencia á las fatigas que antes habían mostrado en los trabajos y en los descubrimientos.

Con la caída de la gran ciudad de México terminó la primera faz de la Conquista para entrar en otra que, mudado el teatro, se prolongó por largo tiempo. Constituyéronla aquellas repetidas expediciones en que al par caminaban el descubrimiento y la conquista, seguida las más veces de la colonización. Ese período ofrece abundante materia para dar interés á la narración, y se llenaría bien un libro con la más notable de aquellas jornadas: la del feroz letrado Nuño de Guzmán, hombre extraordinario, de inquebrantable firmeza de ánimo, que deslucía sus grandes cualidades con su despotismo, su avaricia y su crueldad. Salido de México, donde ya veía sobre sí una negra tempestad provocada por sus desafueros, tropieza desde luego con el pacífico Caltzontzin, le prende, le atormenta, le roba y le mata. Prosigue su camino dejando un rastro de sangre y de cenizas; lucha contra los hombres y contra los elementos; sofoca con mano de hierro el descontento de su tropa mixta; la lleva más y más lejos hasta Sinaloa; retrocede, y funda la ciudad de Guadalajara que perpetuará su nombre.

Encuéntrase al fin en remotas soledades, rodeado de tribus hostiles y de descontentos en su propio campo; enemistado con Cortés, desconocido por la Audiencia y por el Virrey, sustituído por otro gobernador, y no desmaya, hasta que, agotadas las fuerzas humanas, viene á México, donde le prenden, le encarcelan como un criminal cualquiera, y caído de golpe al abismo, es llevado á España para acabar enfermo y pobre en un destierro. Tras breve intervalo le sucede el gran Cristóbal de Oñate, personaje admirable y digno de ser mucho más conocido, porque al valor, común en aquellos guerreros, juntaba en rara armonía la prudencia y la humanidad. Ya una vez derrotada su tropa en un encuentro, enciérrale en Guadalajara la tremenda insurrección de los indios, y allí, con un puñado de aventureros, cercado de feroces enemigos y remoto de todo socorro, se mantiene firme é incontrastable. Su grande ánimo se infunde á todos, y hasta las mujeres dan mano á la pelea. Calmada un tanto la borrasca, toma la ofensiva, y cuando el bullente Alvarado llega en su auxilio y casi le afrenta, él le amonesta sereno y le predice el trágico fin á que no tardó en llegar. Agravada la situación con aquella derrota, el Virrey mismo cree que es allí necesaria su

presencia: acude, pelea, y al cabo los indómitos cascanes bajan de sus inexpugnables peñoles, no por la fuerza de las armas, sino á la voz de un manso religioso á quien tenían por padre. Los historiadores de la conquista gustan de cerrar su narración con un desenlace dramático, la toma de la gran Te nochtitlán, y desdeñan los tiempos posteriores, como si Cortés hubiera conquistado todo, y después de él no se hallaran nombres y hechos dignos de amplia fama. Los españoles, ya por carácter, ya por necesidad de dar ocupación á aventureros peligrosos en la paz, emprendían continuamente nuevas entradas: todo lo exploraban, todo lo sometían; no había día sin sangre. La conquista propiamente dicha llegaba ya de Guatemala al Nuevo México, y estaba casi terminada al expirar el siglo XVI.

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Mas estas expediciones lejanas, consecuencia forzosa de la primera, no afectaban ya mucho el problema que se presentó el día que fué prisionero Cuauhtemoc. Los pueblos sujetados por Cortés jamás volvieron á alzarse: no apareció aquí un Sayri Tupac, ni en tiempos adelante un Tupac Amaru. El

gobierno tampoco tuvo que sofocar rebelicnes de los suyos: los españoles nunca desmintieron la proverbial lealtad castellana. La monarquía española recibía de manos de Cortés un grande imperio, y parecía no faltar otra cosa que tomar posesión de la nueva provincia añadida á la Corona. Pero allí estaba la mayor dificultad. Para la conquista había bastado con un caudillo tan guerrero como político: para la organización era menester todo un gobierno..

Apenas salida España de una tremenda lucha de ocho siglos, se encontró dueña de su propio territorio y de un nuevo mundo. Los Reyes Católicos habían arrojado al mar el estandarte de la Media Luna, y abatido el poder feudal: su gloria, aumentada por la reunión de su Corona á la del Sacro Romano Imperio, le dió el derecho y le impuso la obligación de desempeñar el primer papel en el concierto de las naciones europeas, y de mezclarse en todas las contiendas civiles y religiosas. Su ambición guerrera no conoció límites; creíase capaz de todo; en todas partes peleaba, y tenía armas para enviarlas á las cuatro partes del globo. Sus terribles aventureros se derramaron como un torrente sobre el Nuevo Mundo, subyugándolo todo y ensanchando el poderío del César hasta realizar aquel arrogante dicho

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