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de lo mas fidedigno nuestra narracion, sin referir de propósito lo que se debe suponer ó se halla repetido, ni gastar el tiempo en las circunstancias menudas que, ó manchan el papel con lo indecente, ó le llenan de lo menos digno, atendiendo mas al volúmen que á la grandeza de la historia. Pero antes de llegar á lo inmediato de nuestro empeño, será bien que digamos en qué postura se hallaban las cosas de España cuando se dió principio á la conquista de aquel nuevo mundo, para que se vea su principio primero que su aumento; y sirva esta noticia de fundamento al edificio que emprendemos.

CAPITULO III.

Refiérense las calamidades que se padecian en España cuando se puso la mano en la conquista de Nueva España.

Corria el año de mil y quinientos y diez y siete, digno de particular memoria en esta monarquía, no menos por sus turbaciones, que por sus felicidades. Hallábase á la sazon España combatida por todas partes de tumultos, discordias y parcialidades, congojada su quietud con los males internos que amenazaban su ruina; y durando en su fidelidad, mas como reprimida de su propia obligacion, que como enfrenada y obediente á las riendas del gobierno; y al mismo tiempo se andaba disponiendo en las Indias occidentales su mayor prosperidad con el descubrimiento de otra Nueva España, en que no solo se dilatasen sus términos, sino se renovase y duplicase su nombre: asi juegan con el mundo la fortuna y el tiempo; y asi se suceden ó se mezclan con perpétua alteracion los bienes y los males.

Murió en los principios del año antecedente el rey don Fernando el Católico; y desvaneciendo con la falta de su artífice las líneas que tenia tiradas para la conservacion y acrecentamiento de sus estados, se fue conociendo poco a poco en la turbacion, y desconcierto de las cosas públicas la gran pérdida que hicieron estos reinos; al modo que suele rastrearse por el tamaño de los efectos la grandeza de las causas.

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Quedó la suma del gobierno á cargo del cardenal arzobispo de Toledo, don fray Francisco Jimenez de Cisneros, varon de espíritu resuelto, de superior capacidad, de corazon magnánimo, y en el mismo grado religioso, prudente y sufrido: juntándose en él sin embarazarse con su diversidad, estas virtudes morales y aquellos atributos heróicos; pero tan amigo de los aciertos, y tan activo en la justificacion de sus dictámenes, que perdia muchas veces lo conveniente por esforzar lo mejor; y no bastaba su celo á corregir los ánimos inquietos tanto como á irritarlos su integridad.

La reina doña Juana, hija de los reyes don Fernando y doña Isabel, á quien tocaba legítimamente la sucesion del reino, se hallaba en Tordesillas, retirada de la comunicacion humana, por

aquel accidente lastimoso que destempló la armonía de su entendimiento; y del sobrado aprender, la trujo á no discurrir, ó á discurrir desconcertadamente en lo que aprendia.

El príncipe don Cárlos, primero de este nombre en España, y quinto en el imperio de Alemania, á quien anticipó la corona el impedimento de su madre, residia en Flandes; y su poca edad, que no llegaba á los diez y siete años, el no haberse criado en estos reinos, y las noticias que en ellos habia de cuán apoderados estaban los ministros flamencos de la primera inclinacion de su adolescencia, eran unas circunstancias melancólicas que le hacian poco deseado aun de los que le esperaban como necesario.

El infante don Fernando, su hermano, se hallaba, aunque de menos años, no sin alguna madurez, desabrido de que el rey don Fernando su abuelo no le dejase en su último testamento nombrado por principal gobernador de estos reinos, como lo estuvo en el antecedente que se otorgó en Burgos; y aunque se esforzaba á contenerse dentro de su propia obligacion, ponderaba muchas veces y oia ponderar lo mismo á los que le asistian, que el no nombrarle pudiera pasar por disfavor hecho á su poca edad, pero que el escluirle despues de nombrado, era otro género de inconfidencia que tocaba en ofensa de su persona y dignidad: con que se vino á declarar por mal satisfecho del nuevo gobierno; siendo sumamente peligroso para descontento, porque andaban los ánimos inquietos, y por su afabilidad, y ser nacido y criado en Castilla, tenia de su parte la inclinacion del pueblo, que, dado el caso de la turbacion, como se recelaba, le habia de seguir, sirviéndose para sus violencias del movimiento natural.

Sobrevino á este embarazo otro de no menor cuerpo en la estimacion del cardenal; porque el dean de Lobaina Adriano Florencio, que fue despues sumo Pontífice, sesto de este nombre, habia venido desde Flandes con título y apariencias de embajador al rey don Fernando; y luego que sucedió su muerte, manifestó los poderes que tenia ocultos del príncipe don Cárlos, para que en llegando este caso tomase posesion del reino en su nombre, y se encargase de su gobierno; de que resultó una controversia muy reñida, sobre si este poder habia de prevalecer y ser de mejor calidad que el que tenia el cardenal. En cuyo punto discurrian los políticos de aquel tiempo con poco recato, y no sin alguna irreverencia, vistiéndose en todos el discurso de el color de la intencion. Decian los apasionados de la novedad que el cardenal era gobernador nombrado por otro gobernador; pues el rey don Fernando solo tenia este título en Castilla despues que murió la reina doña Isabel. Replicaban otros de no menor atrevimiento, porque caminaban á la esclusion de entrambos, que el nombramiento de Adriano padecia el mismo defecto; porque el príncipe don Cárlos, aunque estaba asistido de la prerogativa de heredero del reino, solo podia viviendo la reina doña Juana su madre, usar de la facultad de goberna

dor, de la misma suerte que la tuvo su abuelo : con que dejaban á los dos príncipes incapaces de poder comunicar á sus magistrados aquella suprema potestad que falta en el gobernador, por ser inseparable de la persona del rey.

Pero reconociendo los dos gobernadores que estas disputas se iban encendiendo con ofensa de la magestad y de su misma jurisdiccion, trataron de unirse en el gobierno: sana determinacion si se conformáran los genios; pero discordaban ó se compadecian mal la entereza del cardenal con la mansedumbre de Adriano : inclinado el uno á no sufrir compañero en sus resoluciones, y acompañándolas el otro con poca actividad y sin noticia de las leyes y costumbres de la nacion. Produjo este imperio dividido la misma division en los súbditos; con que andaba parcial la obediencia y desunido el poder, obrando esta diferencia de impulsos en la república lo que obrarian en la nave dos timones, que aun en tiempo de bonanza formarian de su propio movimiento la tempestad.

Conociéronse muy presto los efectos de esta mala constitucion, destemplándose enteramente los humores mal corregidos de que abundaba la república. Mandó el cardenal (y necesitó de poca persuasion para que viniese en ello su compañero) que se armasen las ciudades y villas del reino, y que cada una tuviese alistada su milicia, ejercitando la gente en el manejo de las armas y en la obediencia de sus cabos; para cuyo fin señaló sueldos á los capitanes, y concedió exenciones á los soldados. Dicen unos que miró á su propia seguridad, y otros que á tener un nervio de gente con que reprimir el orgullo de los grandes : pero la esperiencia mostró brevemente que en aquella sazon no era conveniente este movimiento, porque los grandes y señores heredados (brazo dificultoso de moderar en tiempos tan revueltos) se dieron por ofendidos de que se armasen los pueblos, creyendo que no carecia de algun fundamento la voz que habia corrido de que los gobernadores querian examinar con esta fuerza reservada el origen de sus señoríos y el fundamento de sus alcabalas. Y en los mismos pueblos se experimentaron diferentes efectos, porque algunas ciudades alistaron su gente, hicieron sus alardes, y formaron su escuela militar: pero en otras se miraron estos remedos de la guerra como pension de la libertad y como peligros de la paz, siendo en unas y otras igual el inconveniente de la novedad; porque las ciudades que se dispusieron á obedecer, supieron la fuerza que tenian para resistir; y las que resistieron se hallaron con la que habian menester, para llevarse tras sí á las obedientes y ponerlo todo en confusion.

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CAPITULO IV.

Estado en que se hallaban los reinos distantes y las islas de la América
que ya se llamaban Indias occidentales.

No padecian á este tiempo menos que Castilla los demas dominios de la corona de España, donde apenas hubo piedra que no se moviese, ni parte donde no se temiese con alguna razon el desconcierto de todo el edificio.

Andalucía se hallaba oprimida y asustada con la guerra civil que ocasionó don Pedro Giron, hijo del conde de Ureña, para ocupar los estados del duque de Medina Sidonia, cuya sucesion pretendia por doña Mencía de Guzman su muger; poniendo en el juicio de las armas la interpretacion de su derecho, y autorizando la violencia con el nombre de la justicia.

En Navarra se volvieron á encender impetuosamente aquellas dos parcialidades beamontesa y agramontesa, que hicieron insigne su nombre á costa de su patria. Los beamonteses, que seguian la voz del rey de Castilla, trataban como defensa de la razon la ofensa de sus enemigos. Y los agramonteses, que, muerto Juan de Labrit y la reina dona Catalina, aclamaban al príncipe de Bearne su hijo, fundaban su atrevimiento en las amenazas de Francia; siendo unos y otros dificultosos de reducir, porque andaba en ambos partidos el odio envuelto en apariencias de fidelidad; y mal colocado el nombre del rey, servia de pretexto á la venganza y á la sedicion.

En Aragon se movieron cuestiones poco seguras sobre el gobierno de la corona, que por el testamento del rey don Fernando quedó encargado al arzobispo de Zaragoza don Alfonso de Aragon su hijo, á quien se opuso, no sin alguna tenacidad, el justicia don Juan de Lanuza, con dictámen, ó verdadero ó afectado, de que no convenia para la quietud de aquel reino que residiese la potestad absoluta, en persona de tan altos pensamientos de cuyo principio resultaron otras disputas, que corrian entre los nobles como sutilezas de la fidelidad, y pasando á la rudeza del pueblo, se convirtieron en peligros de la obediencia y de la sujecion.

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Cataluña y Valencia se abrasaban en la natural inclemencia de sus bandos; que no contentos con la jurisdiccion de la campaña, se apoderaban de los pueblos menores, y se hacian temer de las ciudades, con tal insolencia y seguridad, que turbado el órden de la república se escondian los magistrados, y se celebraba la atrocidad tratándose como hazañas los delitos, y como fama la miserable posteridad de los delincuentes.

En Nápoles se oyeron con aplauso las primeras aclamaciones de la reina doña Juana y el príncipe don Cárlos; pero entre ellas mismas se esparció una voz sediciosa de incierto origen, aunque de conocida malignidad.

Decíase que el rey don Fernando dejaba nombrado por heredero de aquel reino al duque de Calabria, detenido entonces en el castillo de Játiva. Y esta voz que se desestimó dignamente á los principios, bajó como despreciada á los oidos del vulgo, donde corrió algunos dias con recato de murmuracion, hasta que tomando cuerpo en el misterio con que se fomentaba, vino á romper en alarido popular y en tumulto declarado, que puso en congoja mas que vulgar á la nobleza, y á todos los que tenian la parte de la razon y de la verdad.

En Sicilia tambien tomó el pueblo las armas contra el virey don Hugo de Moncada con tanto arrojamiento, que le obligó á dejar el reino en manos de la plebe, cuyas inquietudes llegaron á echar mas hondas raices que las de Nápoles, porque las fomentaban algunos nobles, tomando por pretesto el bien público, que es el primer sobrescrito de las sediciones, y por instrumento al pueblo, para ejecutar sus venganzas, y pasar con el pensamiento á los mayores precipicios de la ambicion.

No por distantes se libraron las Indias de la mala constitucion del tiempo, que á fuer de influencia universal alcanzó tambien á las partes mas remotas de la monarquía. Reducíase entonces todo lo conquistado de aquel nuevo mundo á las cuatro islas de Santo Domingo, Cuba, San Juan de Puerto Rico y Jamaica, y á una pequeña parte de tierra firme que se habia poblado en el Darien, á la entrada del golfo de Urába, de cuyos términos constaba lo que se comprendia en este nombre de las Indias occidentales. Llamáronlas así los primeros conquistadores, solo porque se parecian aquellas regiones en la riqueza y en la distancia á las orientales que tomaron este nombre del rio Indo que las baña. Lo demas de aquel imperio consistia no tanto en la verdad, como en las esperanzas que se habian concebido de diferentes descubrimientos y entradas que hicieron nuestros capitanes con varios sucesos, y con mayor peligro que utilidad: pero en aquello poco que se poseía, estaba tan olvidado el valor de los primeros conquistadores, y tan arraigada en los ánimos la codicia, que solo se trataba de enriquecer, rompiendo con la conciencia y con la reputacion dos frenos sin cuyas riendas queda el hombre á solas con su naturaleza, y tan indómito y feroz en ella como los brutos mas enemigos del hombre. Ya solo venian de aquellas partes lamentos y querellas de lo que allí se padecia : el celo de la religion y la causa pública cedian enteramente su lugar al interés y al antojo de los particulares (1), y al mismo paso se iban

(1) La idea que dá Solís del estado de abandono y aun de corrupcion á que habian venido á parar los encargados de la educacion moral y religiosa de los indios en las islas á causa de la relajacion de costumbres que lleva consigo la guerra, duró mucho tiempo, dando ocasion á que personas verdaderamente piadosas y justas elevasen fuertes reclamaciones al Rey, á fin de que pusiera coto á tan grave mal. Es muy notable lo que sobre el particular escribia Hernan Cortés á Cárlos V despues de la conquista; y en verdad que sus palabras, sobre hacer mucho honor á la

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