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las entrañas que lo llevan. La culpa de saber, la fatiga de andar, el esfuerzo de inquirir, el trabajo en todas sus fases y todos sus aspectos no se inicia en las sociedades humanas sino mediante dolorosísimos y contínuos sacrificios. La civilizacion que nosotros llevamos al Nuevo Mundo no la adquirimos á poco precio. La tierra patria está empapada de sangre, cubierta de huesos, convertida en vasto cementerio de conquistadores y conquistados, de vencedores y vencidos. Las irrupciones célticas, fenicias, griegas, cartaginesas, latinas, bárbaras, árabes, africanas, fueron mucho más crueles que la irrupcion española en el Nuevo Mundo. Sobre aquella tierra que estaba fuertemente apegada á la Naturaleza, vertimos la religion del espíritu. Enseñámosle una de las maravillas del mundo, la más rica y más armoniosa de las lenguas que han hablado los hombres en los tiempos modernos. Dímosles unas artes que resplandecian al igual casi de las artes italianas. Fundámosle ciudades superiores á las ciudades de la Península. En vez de exterminar á los indios ó lanzarlos á las selvas como hicieran nuestros orgullosos rivales sajones, les admitimos en nuestra sociedad. Las leyes, tanto civiles como eclesiásticas, sobrepujaron á las leyes mismas por que nos regíamos nosotros. Y al separarnos de América para dejar tantas Repúblicas in

dependientes, destinadas á brillar en la tierra como las estrellas en el cielo, si les dejamos pocos hábitos del gobierno de sí mismas porque los imposibilitaba el absolutismo en que unos y otros habíamos caido, en cambio, les pudimos legar un estado social tan progresivo que les permitia abolir la esclavitud sin pasar por la tremenda guerra en que estaba á punto de hundirse la maravillosa República del Norte. Para maldecirnos, necesitan nuestros hijos maldecir al sublime descubridor que les adivinó cuando estaban ocultos en su inmóvil inocencia; y á los exploradores que vencieron los misterios de sus selvas y escalaron las У cimas de sus Andes y recorrieron sus costas y sus rios; y á los misioneros que les mostraron la religion del espíritn, la religion de la libertad; y á los legisladores que les dieron leyes é instituciones bajo las cuales todavía viven y progresan. Más justos los Estados-Unidos del Norte, han puesto en el Capitolio de Washington, al lado de los nombres y de las efigies de los apóstoles de su República los nombres y las efigies de los españoles que han descubierto los bosques más bellos y han recorrido por vez primera los rios más caudalosos de su inmenso territorio.

No debemos dirigir igual inculpacion al erudito autor de este libro, en quien el apego al Nuevo continente, donde ha nacido, no excluye

el apego á la sagrada y vieja tierra donde nacieron sus padres. Historiando una vida tan procelosa como la vida de Las Casas, nunca maldice á la nacion que engendró un alma tan grande como el alma de nuestro apóstol. Su relato desde el principio al fin está escrito con la mayor severidad de juicio, unida estrechamente á la mayor severidad de estilo. Claro, correcto, concienzudo, este trabajo se inspira al par en el espíritu de nuestra patria y en el espíritu de nuestra América. La sobriedad en el decir se hermana admirablemente con la elevacion en el pensar y en ciertos sentimientos que, no por concisos en sus manifestaciones, dejan de ser íntimos y verdaderos en su fondo. Guiado por tales afectos é ideas, el Sr. Gutierrez ha escrito la vida de su héroe bajo el influjo de dos sentimientos muy parecidos á los que animaban á Las Casas; el sentimiento religioso y el sentimiento liberal. Así es que, leyéndole, asistís á los tiempos del apostolado y conoceis la vida del apóstol. Hay algunos puntos tratados con profundidad verdadera, como la conversion de una vida donde predominaba grande desasosiego por el lucro, á una vida donde predominan la caridad y el sacrificio. Luego el análisis de las obras se funda en la doble apreciacion de su mérito intrínseco y del mérito que le prestan las circunstancias propias de su publicacion.

Y en este análisis hecho á maravilla, resalta que Las Casas tuvo con cierto presentimiento de los derechos naturales cierta conviccion profunda de la soberanía social. Nada más propio en quien, de un lado, reconocia la igualdad humana, y de otro lado el derecho de los pueblos á gobernarse á sí mismos y á intervenir en el voto y en la percepcion de los impuestos. Sería digno de estudio el ver cómo la corriente democrática que las órdenes monásticas trajeron consigo y que produjo á Francisco de Asís en Umbría, á Jerónimo Savonarola en Toscana, á Bartolomé Las Casas en América, no se detuvo hasta que vino á interrumpirla en mal hora el predominio de la reaccion jesuística.

Concluyamos: quien leyere con detenimiento esta historia, encontrará una série de ideas sistematizadas con rigor, otra série de noticias dispuesta con lógica, consideraciones profundas dichas en estilo terso; y se felicitará de que su autor haya enriquecido con una obra de este mérito los anales de la literatura, tanto en España como en América.

EMILIO CASTELAR.

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