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más queridos le abandonan, hasta que llega el dia de la hoguera, de la cicuta, de la crucifixion, de la muerte en el desengaño y en la tristeza. Pero así como en la naturaleza reina la fatalidad, en la historia reina la libertad. Así como á la piedra no le pedís cuenta de su caida, se la pedís al hombre. El fatalismo de la materia bruta nada tiene que ver con la moralidad, y nuestras acciones son esencialmente morales. Por eso el bien, una idea verdadera, una accion recta, una obra de caridad, el esfuerzo por los oprimidos, la luz llevada á la conciencia de los ignorantes, la pugna por el derecho y la justicia pueden transitoriamente malograrse; pero en el movimiento general de la humanidad les toca, tarde o temprano, seguramente, una grande y definitiva victoria. Los defendidos por tanto ahinco tanto ahinco por Las Casas habitan hoy el continente de la democracia, de la libertad y de la República.

El Nuevo Mundo se descubrió al terminar la Edad-media, pero bajo ideas de la Edad-media. Aunque su aparicion debia, dilatando el planeta, dilatar tambien el espíritu, desconociéronse los efectos de revolucion tan súbita hasta que brotaron á impulsos de los siglos y por el desarrollo natural de los acontecimientos. Los descubridores iban guiados por la antigua idea de que todo vencido es naturalmente cautivo, y de que todo

cautivo es naturalmente esclavo. La apropiacion del hombre por el hombre reinaba todavía en el espacio, porque la idea de la desigualdad humana todavía reinaba en la conciencia. El mismo Colon, aquel profeta de la naturaleza, aquel revelador de la tierra, aquel mártir de su propio genio, inmortal como todos los redentores por sus ideas y por sus desgracias, trajo de regalo, al tornar del primer viaje, entre productos del campo y riquezas del suelo, varios grupos de indios como pudiera traer varios hatos de ganado. Uno de estos indios le tocó en suerte á Las Casas que, en la irreflexion de su juventud, lo reservó para su hogar y lo esclavizó á su servicio hasta que vino á despojarle de tamaña propiedad un régio rescripto.

Sin duda algun movimiento de su corazon, como aquel de Pablo en el camino de Damasco; alguna revelacion de su conciencia, como aquella de Loyola en su lecho de dolor, trastocaron el natural artificioso, por la educacion ó por las costumbres sobrepuesto á su natural índole, y le movieron á buscar, sumergiéndose dentro de sí mismo, en los abismos insondables que cada alma guarda, aquellos tesoros de piedad, aquellos arrebatos de pasion, aquellas ideas de derecho que le alzaron á inmensa altura entre los conquistadores y los conquistados, para defender

con pleno sacrificio de su tranquilidad y riesgo contínuo de su vida la inocencia, desarrollando pasiones semejantes á una espada de fuego que flameara en sus manos, é ideas semejantes á verbos de redencion que cayeran como henchidas del espíritu divino sobre las tristes llagas de la miseria. Lo cierto es que en aquella sociedad recien sujeta á la coyunda del absolutismo, donde predominaba la conquista, vió Las Casas en los vencidos hermanos de los vencedores; en aquella intolerancia universal, cuando los Reyes Católicos expulsaban á los judíos, cuando Torquemada traia el fuego de la Inquisicion, cuando Cisneros derramaba el agua bendita sobre las carnes de los moriscos que gritaban cual si recibieran gotas de plomo fundido, quiso Las Casas llamar los idólatras al seno de la Iglesia por la caridad y no compelerles por la violencia; en aquella perversion del sentido, que lanzaba desde el púlpito apotegmas aristotélicos sobre el destino natural de unos hombres al vasallaje y el destino natural de otros hombres á la dominacion y al imperio, sentia Las Casas como la adivinacion del derecho moderno basado sobre los fundamentos de la igualdad humana; frente à frente de los poderosos, cada dia más ensoberbecidos con su autoridad y más tentados de confundirse con Dios, sostuvo Las Casas que no puede disponerse de los hom

bres contra su albedrío, ni gobernarse á los pueblos contra su soberana voluntad.

No desconozcamos, porque seríamos ciegos, que en esta obra le inflamaron, le sostuvieron, le arrastraron exaltadísimos afectos. Las Casas, ántes que todo, es desde el principio al fin de su vida un hombre de pasion, y por apasionado, sujeto á violencias en su proceder y á brusquedades en su lenguaje. Sin esa pasion, que todo lo creia posible, no luchara como luchó, ni padeciera como padeció; pero tampoco se agrandara como se agrandó en el concepto de la humanidad y en el agradecimiento de la historia. Yendo toda sobresaliente cualidad acompañada de extraordinarios defectos, cuanto tenía su natural de apasionado, otro tanto tenía tambien de irreflexivo y poco cauto. Pero ¿cómo querer que brille el genio sin el desequilibrio de las facultades y de las aptitudes? No podeis poner en el apóstol esa fria razon del estadista; ni en el profeta ese cálculo seguro del matemático; ni en el mártir los instintos de conservacion que hacen vivir y envejecerse al egoista. La generosidad de Las Casas podrá resultar nativa ó adquirida, originaria de los impulsos de su corazon ó de los hábitos de su existencia, pero tenía caractéres verdaderamente maravillosos y una fecundidad increible en acciones heróicas. Así, al deseo vi

vísimo del bien se juntaba la esperanza segura de realizarlo y de cumplirlo. El acicate de esta esperanza le empujó á la accion y le libertó de las irresoluciones, porque ni su entendimiento admitia dudas, ni su voluntad debilidades ó desmayos. Dotado de verdadero valor acometia empresas arriesgadas, aunque cayese muchas veces en la temeridad que quiere tocar en lo imposible. Sano de cuerpo y alma, no le tentaba la ironía que suele tentar á los contrahechos y á los enfermos; robusto de voluntad y de fuerzas, no le aquejaba el desaliento que suele aquejar á los débiles y á los cobardes; piadoso de complexion, padecia con todos los que padecian y lloraba con todos los que lloraban; capaz de grandes indig naciones, aborrecia á los opresores al igual que amaba á los oprimidos; sujeto á la fiebre de una exaltacion contínua, tocaba como en el fanatismo, en la cólera, pero cólera de aquellas que el filósofo denominaba encendidas como el entusiasmo y no pálidas ó verdosas como la envidia. Así tuvo en sus amarguras el mayor de los consuelos internos, la seguridad de haber obrado bien, y contra los denuestos y maldiciones el más seguro de todos los refugios, la satisfaccion y hasta el contento de sí mismo, reuniendo en verdad, como pocos hombres, el pensamiento á la accion.

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