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á sus propios y únicos recursos. Sentaron su real en una roza; y allí, en medio de la vastísima soledad, sin más alimento que el pan cazabe, sufriendo grandes privaciones, pudieron entregarse á sus meditaciones y reflexionar sobre la naturaleza y consecuencias del acto incalificable que acababan de practicar. Es de suponer que en el seno de aquel descanso forzado, y en medio de aquellas privaciones, pudo penetrar en alguno de aquellos endurecidos corazones el vengador remordimiento y el clérigo Las Casas no dejaria por cierto de despertar con sus ardientes recriminaciones algun sentimiento de esta índole en aquellas almas que fuesen más aptas para experimentarlo.

Entre los indios que servian á Las Casas habia uno viejo, llamado Camacho, que hacía cerca del clérigo las veces de mayordomo. Cierto dia un indio jóven, enviado en observacion por los antiguos moradores de Caonao, llegó hasta la tienda ó barraca de Las Casas, y pidió, por intervencion de Camacho, ser admitido en el servicio del clérigo, suplicando tambien que le dejaran traer á un hermano suyo. Accedió Las Casas gustosisimo, y alguna cosa consolado con esto de la pasada congoja; y agasajando mucho al indio, á quien puso el nombre de Adriánico, le animó con las mayores instancias á que hiciese con que

volvieran todos sus compatriotas que él pudiese traer al Real de los españoles.

Pocos dias despues volvió Adriánico, trayendo á su hermano y á más de ciento y ochenta hombres y mujeres. Abundantes lágrimas derramó el clérigo al ver á estas pobres gentes tan sencillas, tan buenas, volver de nuevo á ponerse en poder de los españoles despues del terrible escarmiento. pasado. El mismo Pánfilo Narvaez, el crudo caudillo, el que hubiera podido, si así lo quisiese, impedir la carnicería de Caonao, enternecióse ó fingió enternecerse. Mostró toda la afabilidad de que pudo revestirse su áspero semblante, y unióse con Las Casas para restaurar la confianza y el sosiego á los pechos de los infelices cubanos. Fucron éstos agasajados y acariciados en el Real español, y pudieron volverse á sus abandonadas moradas, contando para lo porvenir con la amistad el buen trato de los terribles castellanos, y haciendo conocer á sus compatricios que no habian participado de su arriesgada excursion, tan halagüeñas esperanzas. ¡Qué profundamente conocia Las Casas la índole de estas gentes, cuando tan gráfica y elocuentemente las describia despues como totalmente exentas de rencillas, rencores y deseos de venganza!

Cuando estas favorables noticias se extendieron por la tierra, los indios de los demás pueblos se

fueron volviendo poco á poco á sus moradas Y á entablar de nuevo pacíficas relaciones con los españoles. Ya éstos no escasearon de cosa alguna: fueron provistos de bastimentos en abundancia; navegaron por la costa de la Isla en las canoas indias, y hacian excursiones por el territorio interior. Las Casas aprovechaba infatigablemente este período de armonía y paz relativa. No cesaba de trabajar por el bienestar y salvacion temporal y espiritual de aquellas gentes, para quienes su alma sentía una inefable ternura, y de las cuales era su mision el ser el protector y el defensor constante. Habiendo llegado los españoles á la provincia de la Habana se encontraron con que los indios, aterrorizados, habian desamparado la tierra y huido. Entónces mandó Las Casas emisarios á varios caciques, que fueron portadores de los ya mencionados papeles en blanco, ensartados en una caña, dando promesa y seguridad de paz, amistad y proteccion. El resultado de esta medida verdaderamente pacificadora fué que diez y ocho caciques de los principales viniesen á colocarse en poder de los españoles.

El espíritu del mal pareció de nuevo apoderarse de aquel inconcebiblemente torpe general Panfilo Narvaez, el cual mandó prender y aherrojar á los caciques que, de su propia voluntad, y fiados en las promesas de Las Casas, venian

con toda buena fe á entregarse; y no contento con esto el Cabo español, expresó tambien la determinacion de quemarlos vivos. No se sabe aquí de qué maravillarse más; si de la atroz perfidia y monstruosa crueldad del jefe de la expedicion, ó de su ciega inepcia, que le estorbaba proceder segun la razon y la humanidad mandaban, para extender y consolidar verdaderamente la dominacion é influencia española en aquel Nuevo mundo, cuyos habitantes, segun dice Las Casas, eran «pobres, pero contentos con su pobreza, sin >> voluntad de poseer bienes temporales, y, por >> lo mismo, humildes, exentos de orgullo, am>>bicion y codicia; cuyo entendimiento era vivo, »> listo y sin preocupaciones, por lo que eran dó>> ciles para recibir toda doctrina y capaces de >> comprenderla; dotados de buenas costumbres y >> aptísimos para recibir la fe católica, tanto y más » que cualquiera nacion del mundo. » Añade tambien que cuando ya comenzaban á conocer algo de la religion, era tal su ánsia de saber, que llegaban á ser importunos para sus catequistas, en tanto grado, que los religiosos necesitaban ser bien pacientes para soportar sus instancias.

¡Y estas eran las gentes contra las cuales Pánfilo Narvaez reservaba la hoguera, despues de haberles prometido solemnemente paz, amistad y proteccion! El furor del insensato general cas

tellano era tan imposible de disculpar como de comprender.

Puede fácilmente concebirse la consternacion del afligido Las Casas, que era tanta mayor, cuanto que aparecia como cómplice en tan abominable traicion. Daba este hecho un golpe mortal á su, hasta entónces, poderosísima influencia entre los indios; y si se ejecutaba el suplicio de los caciques, podia desde luego dar por perdido el extraordinario prestigió de que gozaba, y los esfuerzos que de continuo hacía para conservarlo y aumentarlo. La elocuencia que en aquel trance desplegó en sus súplicas á Narvaez, para que no sacrificara á los caciques, puede decirse sin profanacion que fué de inspiracion divina. Algo más que humano era menester para ablandar un corazon como el de Pánfilo, y sobre todo, para obligar á su espíritu enloquecido y extraviado á que siguiera la senda de la verdad, de la rectitud y de la razon. Ruegos, amenazas, todo lo empleó Las Casas; y su trabajo de aquel dia debió, por cierto, inscribirlo en letras de oro el ángel que á su cargo tiene el tomar cuenta de nuestras acciones buenas ó malas. Se pasó el dia sin que nada pudiera conseguirse; pero al siguiente sobrevino un cambio en el espíritu del capitan, y los indios fueron puestos en libertad, ménos uno, que era el principal de todos, á

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