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envió 50 esclavos negros para trabajar las minas del Nuevo mundo, que eran por cuenta del real Erario.

Panfilo Narvaez fué despachado á las tierras interiores de Cuba con objeto de pacificarlas, y Diego Velazquez salió de la isla para contraer un enlace matrimonial, dejando de lugarteniente á su sobrino Juan de Grijalva, y con él á Las Casas, durante la ausencia de Narvaez; pero tuvo cuidado de ordenar á su sobrino que nada hiciera sin conocimiento', aprobacion y beneplácito del padre.

Regresó Pánfilo Narvaez; su expedicion habia tenido resultados deplorables, como era de esperar del carácter arrogante y destemplado, así como de la disposicion caprichosa y cruel de su jefe. Mandó Diego Velazquez desde el sitio á donde habia ido para recibir á su esposa, que Narvaez y Las Casas efectuasen unidos una expedicion à la tierra llamada del Camagüey, con el fin de pacificarla. El mismo Las Casas hace una narrativa de esta espedicion; salieron, pues, y llegaron á un sitio denominado Ceiba, y desde luego se hizo amar de los indios el buen padre y supo inspirarles confianza por su extremada mansedumbre. Hasta tal punto reverenciaban sus órdenes aquellos buenos naturales, que cuando les mandaba por mensajero una caña

con pedazos de papel ensartados en ella, con recado de que eran mandatos de tal ó cual naturaleza, obedecianlos implicitamente. Segun las pa- . labras del mismo Las Casas, tales gentes eran sencillas, sin iniquidad ni doblez, obedientes y fieles á sus señores naturales y á los cristianos á quienes servian; pacientes, pacíficas, quietas, no rencillosas, ni alborotadoras, no querellosas, ni rencorosas, sin odios ni deseos de venganza. Añade que « su complexion es delicada, tierna, » flaca y débil, por lo que no pueden sufrir trabajos grandes; áun los hijos de labradores son » ménos robustos que los europeos hijos de prín>>cipes, criados con lujo y regalo; por eso resis>> ten mucho menos en las enfermedades. » El padre Las Casas se dedicó en la expedicion á armonizar las relaciones entre españoles é indios, y en especial á bautizar á los niños de estos últimos.

Llegó la expedicion à Caonao, pueblo indígena considerable. En este sitio estaba reunida una muy gran multitud, la cual habia acudido á contemplar un espectáculo para ella de tanta novedad. La vista de los caballos, sobre todo, los llenaba de asombro y confusion. En la mañana del dia en que Narvaez y Las Casas con los españoles llegaron á Caonao, se pararon en un arroyo y aguzaron allí sus espadas en unas piedras. Entran

despues en el pueblo, y los indios los reciben con el mismo agasajo que en otras partes. Ofrecen á los extranjeros todas las provisiones que pueden; los indios eran en número de cerca de tres mil; Narvaez se hallaba á alguna distancia á caballo, y Las Casas dirigiendo la reparticion de raciones. Entre los españoles se hallaban unos mil indios de servicio. De repente desenvaina la espada un castellano; los demás, llevados de un ciego y súbito furor imitan su ejemplo y se precipitan como fieras sobre los naturales indefensos. Hieren, degüellan, matan sin compasion; no respetan ni la edad ni el sexo. En un abrir y cerrar de ojos los matadores se ven rodeados de montones de muertos y moribundos. Cuanta mayor es la carnicería, tanto mayor parece ser la insaciable intencion de que se sienten poseidos para aumentarla. Se ceban con rabia frenética en los indios atónitos, en las mujeres y en los niños; se dejan degollar éstos, sin procurar siquiera defenderse, ni valerse en lo más mínimo de su enorme superioridad numérica. Algunos que restan, llenos de terror al mirar la horrible matanza, se esfuerzan por huir despavoridos, pero en vano para la mayor parte. Les son cortados los caminos de la huida, y los crueles castellanos, aprisionándolos, con diabólica risa los hacen pedazos encima de los cadáveres de los demás. ¿Cuál fué el motivo,

cuál la causa de este acto sin nombre? Ninguno, ni real ni aparente. Los sin ventura indios no habian dado ni siquiera un pretexto para tan bárbara acometida. En medio de ella Pánfilo Narvaez, el jefe de la tropa española, se mantuvo impasible é indiferente, mirando desde el caballo las atrocidades que se estaban cometiendo. ¿Pero cómo describir adecuadamente el horror é indignacion que inflamaron el pecho del clérigo Las Casas? Él corria de un lado á otro frenéticamente, ora alzando los brazos al cielo, ora procurando arrancar alguna víctima á su verdugo. Suplicaba, lloraba, amenazaba; forcejeaba por ponerse entre indios y españoles, y puede considerarse casi como milagroso el que no recibiera él mismo algunos de los golpes destinados á los miseros, que en vano se afanaba por proteger y salvar. Penetró luego en un vasto bohio, donde se habian refugiado gran número de indios. Encontró allí en el suelo tendidos diversos cadáveres; y algunos fugitivos que habian trepado por los puntales, maderos y vigas, permanecian en lo alto pavorosos y aterrados, mientras sonaba en el exterior la vocería de la soldadesca matadora, y los ayes desgarradores de los heridos. Las Casas se dirige á los escondidos y les habla con su voz grave al par que suave y melodiosa: « Bajad, » les dice, no más matanza, no más: bajad, no

>> temais. » Tal era, sin embargo, el horror y espanto de aquellos desgraciados, que miraban al buen padre como asombrados, y temblaban, pero no se movian. Las Casas repite su exhortacion á que bajaran, y su promesa de haber cesado la matanza horrenda. Al fin, uno de ellos, mancebo de veinticinco años, fiado en las palabras consoladoras del padre, despues de titubear algunos momentos, se resuelve á descender. Pero, al poco tiempo, habiendo salido Las Casas del bohío, un castellano se arroja espada en mano en el harto confiado indio y se la clava en el pecho. Al grito que lanzó la víctima volvió precipitadamente el clérigo, y solamente pudo dar al desgraciado los últimos ritos de la Iglesia ántes que despidiera el postrimer suspiro.

Los efectos de los degüellos de Caonao, en los cuales, segun la pintoresca expresion del mismo Las Casas, «no quedó ni piante ni mamante,» fueron los que eran de que eran de esperar. Difundióse el terror por toda la comarca. Los indios abandonan sus pueblos y las tierras, huyen asombrados de la aproximacion de aquellos hombres feroces, que no saben sino robar, violentar y matar, y que tal destrozo han hecho, y tan sin causa, entre sus hermanos de Caonao. Lo abandonan todo y se refugian á las isletas vecinas. La comarca quedó desierta y los castellanos reducidos

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