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>> injuria no me la haceis á mí, sino á Dios.» Mientras tanto, un ciudadano trabó pendencia con el negro del obispo en el patio del convento, dándole un bote de pica tan recio que lo tendió en el suelo. Acudieron los Padres de la Merced para favorecer al negro, y dos de ellos, que eran mozos y arrojados, arremetieron contra los insolentes con tan buena maña, que en pocos momentos desembarazaron la casa de seglares.

Estos desórdenes habian tenido lugar desde el amanecer hasta las nueve del dia, y tres horas despues todos aquellos espíritus enardecidos y exaltados por la más furiosa ira, dispuestos á cometer los más violentos desmanes, se apaciguaron, calmaron y sosegaron como por milagro. Nunca en casos tales se vió un cambio tan repentino y radical. Los vecinos de Ciudad-Real, que parecian fieras, se trasformaron en corderos. Humildes, compungidos y contritos se presentaron nuevamente al obispo, y de rodillas le pedian perdon, le besaban la mano llorando, se confesaban hijos suyos y á voces lo aclamaban su obispo, su pastor, su verdadero padre.

Los alcaldes dejaron sus varas, los demás se quitaron las espadas en muestra de sujecion y humildad, y luego sacaron al obispo en procesion, llevándolo á la casa de Pedro de Orozco Acebedo, vecino principal, que estaba ya prepa

rado para aposentarlo; y le enviaron allí un sinnúmero de presentes de extraordinario precio y valor. Fácilmente puede comprenderse que Las Casas veria en este cambio inesperado de sus diocesanos una marca visible del dedo de Dios, que dispone de los corazones de los hombres.

Empero, era la suerte de Las Casas ó el designio de la Providencia, que no gozase nunca de felicidad ni satisfaccion que fuese duradera, y que sus planes y propósitos tuviesen siempre un desastroso fin.

En esta época de su vida, Gonzalo Pizarro se habia alzado en el Perú. Era tal la resistencia en todas partes á las nuevas leyes de Indias, que el rey se habia visto obligado á revocarlas. ¡Qué dolor no causaria al virtuoso obispo de Chiapa semejante revocacion! Sin embargo, no se desanimó por eso, y comprendió, con su habitual sagacidad, que Cárlos V y sus ministros se habian visto obligados á tomar aquella medida por la fuerza de las circunstancias. Conservando siempre para sí el principio de que las encomiendas eran una institucion altamente censurable, se conformó hasta cierto punto con el nuevo estado de cosas, pues conocia que la corte de España habia hecho todo lo que estaba en su mano para el bien general en el Nuevo mundo, y que el

exigir más de ella hubiera sido el colmo de la injusticia.

Conoció tambien que era para él un deber el dejar su obispado y renunciar á conducir un rebaño tan inquieto é indócil. Vió que no podia continuar en sus funciones de prelado, cuando sus diocesanos no se hallaban dispuestos á consentir en renunciar á sus esclavos y granjerías, y esto su conciencia no le permitia tolerarlo. Recibia además multiplicadas cartas del virey y visitador de Méjico, de diferentes obispos, muchos religiosos y letrados, en las cuales se le reprendia y censuraba con severidad y aspereza, por haber negado los sacramentos á los cristianos.

de

Su nombre se pronunciaba con execracion en todas las Indias, y el odio contra él crecia cada vez más. Al mismo tiempo acababan de llamarlo á Méjico, para asistir á una junta de obispos que allí se iba á reunir para tratar de ciertas cuestiones relativas al estado y condicion de las Indias.

Acababa entonces de llegar el licenciado Juan Rogel, juez destinado para hacer la visita de provincia prometida por la Audiencia de los confines. Era este juez hombre letrado y cuerdo, amigo de la paz y de la justicia y de muy buenas intenciones. Supo proceder desde los primeros

momentos con tacto y prudencia, tanto para con los seglares como para con los religiosos. Por efecto de sus informes y disposiciones se disminuyó el tributo de Chiapa en más de mil y quinientos castellanos, en más de mil el de Cinacantlan y en otros tantos el de Copanabastla, aliviando de igual manera á muchos otros pueblos. Suprimió gran parte del servicio personal que daban los indios para minas, ingenios, ganados y servicio de las casas de sus propietarios.

Mandó, bajo severas penas, que ningun indio sirviese dentro de ingenio de azúcar, ni en los trapiches, ni en otra cosa, sino únicamente por fuera en el acarreo de leña y caña. Suprimió la mayor parte del tributo que daban los pueblos en indios de carga, é hizo otras varias cosas de mucho provecho que manifestaban claramente su prudencia y buen deseo.

Entre tanto Las Casas llegó á Méjico; y aunque produjo su llegada alguna conmocion, no dió lugar ésta á ningun desacato ni al más leve desaire. El obispo de Chiapa hizo su entrada en la ciudad durante la mañana, cuando las calles estaban más concurridas; y cuantos le vieron le demostraron respeto y hasta cierta veneracion. Se alojó en el convento de su órden, y allí fué inmediatamente cumplimentado por el virey y los oidores.

Pero Las Casas no sacrificaba nunca sus principios religiosos y de la causa que defendia en aras de cualquier apariencia que los comprometiese ó desvirtuase. Era en esto tal vez demasiado intolerante, demasiado intransigente, y de ello tantos odios que despertó contra sí. Al virey y á los oidores les envió á decir que le perdonasen el que no los visitase, pues que se hallaban excomulgados por el castigo corporal dado á un clérigo en Antequera.

Comenzó la Junta sus deliberaciones, estableciendo cinco puntos principales, á saber:

Primero. Todos los infieles de cualquier secta y religion que sean poseen señorío sobre sus cosas que sin perjuicio de otro adquieren, y con la misma justicia poseen sus principados, reinos, estados, dignidades y señoríos.

Segundo. La causa única y final de conceder la Sede apostólica el principado supremo de las indias á los reyes de Castilla y Leon, fué la predicacion del Evangelio y la dilatacion de la fe cristiana.

Tercero. La Santa Sede apostólica en conceder el dicho principado á los reyes de Castilla, no entendió privar á los reyes y señores naturales de las Indias de sus estados, señoríos, jurisdicciones, lugares y dignidades.

Cuarto. La Santa Sede apostólica no entendió

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