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mamiento del obispo, lo que verificaron acompañados por todos los vecinos de la ciudad. Séntáronse como para oir sermon, y al salir el Prelado no le pidieron la bendicion ni le hicieron ningun género de cortesía. Luégo se levantó el escribano de cabildo y leyó un escrito en que le requerian que los tratase como á personas de calidad que eran, y los favoreciese y ayudase á conservar sus haciendas, que ellos en tal caso estaban dispuestos á recibirlo por obispo y á obedecerle como á su verdadero y legítimo pastor.

El Prelado respondió con la mayor dulzura y modestia. Dijo que estaba siempre pronto á dar su sangre y su vida por ellos, que eran sus ovejas, y favorecerlos y ampararlos en todo lo que pudiese. Les suplicaba en nombre de Dios se sosegasen y se acostumbrasen á mirar las cosas sin pasion.

Con las palabras cariñosas y blandas del obispo desaparció la ira de aquellos pechos, y determinaron los españoles de allí en adelante obedecerle en todo lo que les mandase y hacer lo que podian para agradarle. Pero un regidor más terco y necio que los demás, desde su asiento, sin levantarse ni quitarse la gorra dijo á Las Casas con la mayor arrogancia: «Que se habia de tener por >> muy dichoso de contar por súbditos á unos ca>> balleros tan principales como aquellos señores

» que allí estaban, y que entendiese que sentian >> mucho que no los tratase con el comedimento » y respeto que era razon, que el término que » con ellos habia usado aquel dia era muy digno » de sentirse. Que qué cosa era, siendo un hom»bre particular, enviar á llamar á un cabildo tan » grave y de personas tan nobles como el de aquella ilustre ciudad; que él habia de ir á sus » casas y de allí á las de ayuntamiento si algo » quisiese y allí con mucha cortesía y humildad » proponer su causa. »

Este importuno discurso dió á conocer al obispo Las Casas lo necesario que era en ciertos casos dejar á un lado la suavidad y mansedumbre y hablar con la debida firmeza, cuando así lo requiere el insoportable atrevimiento de un temerario. Contestó, por lo tanto, el obispo con gran autoridad al referido regidor, diciéndole:<< Mira fulano, y mirad todos los que estais aquí, » en cuyo nombre él ha hablado: Cuando yo os » quisiere pedir algo de vuestras haciendas, yo » os iré á hablar á vuestras casas: pero cuando lo » que hubiere de tratar con vosotros fueren cosas >> tocantes al servicio de Dios y de vuestras al» mas y conciencias, heos de enviar á llamar y » mandaros que vengais á donde yo estuviere, y >>> habeis de venir trompicando, mal que os pese,

>> si sois cristianos. >>

Al oir estas palabras imponentes quedaron todos perplejos, tal era la autoridad y la vehemencia con que el obispo las habia pronunciado, y nadie se atrevió á responderle ni á decir más nada.

Pasada algun tanto la impresion que todos habian recibido con las palabras del obispo, al levantarse éste para ir á la sacristía, llegóse á él humildemente el secretario del Cabildo, y le dijo que tenía una peticion de la ciudad, en que le suplicaba que señalase confesores que los absolviesen, y que por ser muy larga no se atrevia á leérsela, temiendo cansarle. El obispo, volviéndose entonces hácia el auditorio, dijo que señalaba por confesores al canónigo Juan de Perera y á todos los religiosos de Santo Domingo, expuestos por su prelado, que estuviesen en el obispado.

No estando satisfechos los vecinos con esta eleccion, pues sabian cuán partidarios eran de las ideas de Las Casas el canónigo Juan de Perera y los religiosos dominicos, creyó prudente el obispo ceder en algo y no inquietar demasiadamente á sus diocesanos. Señaló entonces por confesores á un clérigo de Guatemala que allí estaba, y á un padre de la Merced, los cuales eran de su propio modo de pensar respecto á los indios, si bien un poco más transigentes que los anteriores

y más circunspectos. Al oir la designacion de estos dos confesores, el padre Vicente Ferrer, que acompañaba al obispo, sospechando que cedia y se rendia, tirándole de la capa, le dijo:—«No haga V. S. tal cosa más que en la muerte.» El público se apercibió de la advertencia, y empezó á alborotarse, amenazando á fray Vicente que lo maltratarian y escarmentarian, si tales consejos daba al obispo.

Algunos Padres de la Merced consiguieron sacar á Las Casas y al padre Vicente de la iglesia durante el alboroto, y los llevaron á sus casas. El obispo se hallaba desfallecido y sin fuerzas, por la falta de sueño, el cansancio, la falta de alimento y las emociones que acababa de pasar, y el vigor de su cuerpo se rindió y postró momentáneamente, ya que no podia postrarse ni rendirse su grande alma.

Empezaba á desayunarse con un poco de pan y un vaso de vino, á ruego de los Padres, cuando todos los vecinos de la ciudad en armas entraron en el convento, y los más atrevidos penetraron hasta la celda del obispo.

Viéndose éste cercado por aquella multitud armada, y sintiéndose además débil y fatigado, no pudo menos de inmutarse y turbarse. El apóstol perdió por el momento la presencia de ánimo que siempre lo habia acompañado durante su

prolongada carrera llena de peligros y azares de toda especie.

La causa del alboroto no era, sin embargo, la cuestion de confesores, sino la prision de los indios que habian estado de centinela y no habian avisado de la venida del obispo. Algo repuesto Las Casas de su turbacion física, les dijo: «Se» ñores: no echen la culpa á nadie, yo los ví án>> tes que me viesen ni sintiesen, como que ca>> mino con poco ruido, y por mis manos los até, >> porque no los maltratasen, entendiendo que no >> habian hecho lo que se les mandó, de avisar » de mi venida, ó que de su voluntad se habian >> hecho de mi parcialidad, como procuro el bien

» suyo. »

Uno de los vecinos le replicó bruscamente: -«¡ Veis aquí el mundo! El salvador de los indios >> ata los indios, y enviará memoriales contra >> nosotros á España, que los maltratamos, y es>> tálos él maniatando, y tráelos de esta suerte » tres leguas delante de sí. »

Otro caballero de solar bien conocido que estaba con ellos, empezó tambien á injuriar al obispo de la manera más afrentosa y haciendo uso de las más soeces expresiones. Las Casas tan sólo le contestó las siguientes palabras:— «No >> quiero, señor, responderos, por no quitar á >> Dios el cuidado de castigaros, porque esa

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