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verdadero ejército; y á estos indios los ocupó en disciplinarlos y enseñarles el método de pelear contra españoles, instruyéndolos constantemente en la esgrima y en el manejo de la lanza y armas arrojadizas. Los obligó tambien á usar siempre de moderacion, y les prohibió terminantemente matasen ó maltratasen á castellano alguno como no fuese peleando; y aun así, en los infinitos combates que libró subsecuentemente y de que salió invariablemente vencedor, mostróse siempre clemente y piadoso para con los vencidos, siendo su principal afan en la pelea el hacerse dueño del mayor número posible de armas de sus enemigos, distribuyéndolas despues entre sus indios. Llegó á recoger una gran cantidad de ellas así ofensivas como defensivas, y se hizo al fin sériamente formidable y temible para los españoles, extendiéndose y consolidándose más y más con cada triunfo obtenido la fama de su nombre, valor y magnanimidad. Segun las ingénuas palabras de Remesal «jamás fueron á él los castellanos que no volviesen con las manos en la cabeza. >> Era tanto así, que en las expediciones sucesivas que por orden de la Audiencia se enviaban contra D. Enrique, no siempre iban de buena gana los soldados que formaban parte de ellas, vaticinando sin duda el inevitable descalabro que los aguardaba á manos del valiente cacique.

Al fin un religioso llamado fray Remigio, de la órden de San Francisco, uno de los que habian ido à la Española procedente de Picardía, y que habia criado á D. Enrique en el convento, conociendo el buen natural de su ahijado y concibiendo la esperanza de poderlo atraer á una reconciliacion y á una existencia de paz, sosiego y concordia para lo futuro, se resolvió á avistarse con él. Consiguió verlo despues de una trabajosa jornada en que corrió inminente riesgo de ser muerto por algunos indios; y el cacique, tratando al buen religioso con todo amor y respeto, le dijo que en su pecho no abrigaba ódio alguno contra los castellanos ni deseo de hacerles daño, sino que se habia visto obligado á retirarse á su territorio y alzarse con los suyos para evitar la suerte de sus padres; que ni él ni sus indios causaban mal á nadie, y que no hacian otra cosa que defenderse contra los que venian á cautivarlos y matarlos. Al retirarse el religioso despues de una conferencia prolongada, se despidió de él D. Enrique, le besó la mano de rodillas y le abrazó derramando muchas lágrimas, en las cuales le acompañó fray Remigio, volviéndose despues á Santo Domingo, donde contó lo sucedido.

En 1527 fué como presidente de la Audiencia de Santo Domingo D. Sebastian Ramirez de Fuenleal, llevando entre sus instrucciones el encargo

muy especial de pacificar la Isla y reducir al cacique D. Enrique á la obediencia y servicio del Rey. Dispusiéronse nuevas armadas y expediciones con crecido gasto de la Hacienda y sacrificios por parte de los vecinos de la Isla, que se veian sobrecargados con sisas é imposiciones siempre crecientes para costear la guerra; no habiendo más resultado de todo ello que el dinero perdido. y la gente muerta y desbaratada con afrenta del nombre español ultrajado por un indio victorioso triunfante de las banderas de Castilla.

y

Las Casas, segun cuenta Remesal, representó al presidente de la Audiencia, que tenía grande opinion de su sabiduría y prudencia en todo, cuanto se erraba en querer sujetar al cacique alzado por los ásperos medios de la guerra, y cuán preferible era el hacer uso de la suavidad y la benigna persuasion; y se ofreció para ir á D. Enrique con el fin de ablandarlo, convertirlo y convencerlo á que hiciese las paces y se volviese á Santo Domingo. Alegróse el presidente con esta determinacion de Las Casas, diéronle licencia de llevarla á efecto los prelados, y él, lleno de santo y fervoroso celo, se fué y entró por los montes, peñascos y asperezas por donde sospechó que andaba D. Enrique. Logró verlo, y con muchas, suaves y persuasivas razones, pudo hacer que se mostrase dispuesto á tratar de paz y dejar las

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armas. Dió el indio palabra de esto á Las Casas, hizo juramentos, entregó prendas ó rehenes con la condicion de que el presidente, en nombre del Rey, le diese á él y á los suyos seguro de la vida y perdon general, devolviéndole sus indios y hacienda, y dejándole de allí en adelante vivir en paz. Volvió Las Casas á Santo Domingo y causó gran regocijo la nueva de lo que tanto se deseaba, esto es, la pacificacion y sosiego de la Isla. Enviaron, pues, como embajador á Hernando de San Miguel, natural de Ledesma y vecino del Bonao, uno de los habitantes más antiguos de la Española, al cual se dieron ámplias instrucciones de lo que habia de decir y prometer de parte del Rey al cacique. Tuvieron algunas conferencias en las cuales el cacique se mostró dispuesto á acceder á lo que se le pedia, y al fin convinieron en que el capitan San Miguel fuese un dia que señalaron, con solos ocho hombres, y D. Enrique con otros ocho, á cierto lugar de la costa del mar, y con esto se despidieron.

No observó, sin embargo, la condicion convenida el capitan San Miguel, pues el dia del plazo fué al lugar señalado llevando más de cien hombres y marchando en forma de escuadron con la bandera desplegada y los pifanos y tambores tocando. D. Enrique, viendo mudado el órden que habia concertado con el capitan San Miguel, se

metió en el monte y no quiso aparecer, dejando en la enramada que habia mandado hacer, mucho oro y joyas, y los ocho indios que tenía consigo para la entrevista. Los indios recibieron á los españoles con las mayores muestras de regocijo, sirviéndoles de comer con el mayor cuidado y entregando todo el oro y alhajas que habia mandado el cacique. El capitan dirigió á los indios palabras de amistad para su cacique, expresando sentimiento por su ausencia y esperanza de que no era ésta debida á indisposicion y falta de salud. El presidente y los oidores de la Audiencia se disgustaron con el resultado de la embajada del capitan, y le culpaban de no haber guardado el órden concertado perdiéndose así la ocasion tan propicia y tan anhelada de todos de firmar paces definitivas y duraderas con el cacique. La esperanza aquella fué desde entónces concentrada exclusivamente en Las Casas, y todos confiaban que si el clérigo volvia á verse con D. Enrique, le atraeria totalmente á la paz y le haría despedir la gente que capitaneaba.

Veremos en el curso de esta narracion qué cuenta supo dar el apóstol en su segunda entrevista con el cacique. Remesal, como hemos visto, atribuye á Las Casas la primera intervencion con él, mientras que los demás historiadores no le atribuyen sino una sola visita cuando ya estaba

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