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hábil y peligrosa retirada, que el mismo Xenofonte hizo para siempre memorable con su pluma, ofrece el raro fenómeno, para algunos inexplicable con tales antecedentes, de escribir una historia como la suya, tan limitada, tan tímida, tan ajena de toda tendencia democrática y tan lamentablemente empapada en miserables supersticiones. Y era que la demagogia y la impiedad debian ya experimentar esas fatales reacciones.

Fué César sabio y elocuentísimo entre los romanos, sobrábanle ingenio poderoso y variados conocimientos, y hubiera podido sin duda alguna escribir una historia excelente, superior tal vez á la de Tucídides, si hubiese preferido dedicarse con ocio al cultivo de las letras, y ceñirse la pacífica oliva en trueque de sus laureles salpicados de sangre. Por eso no hay ninguna analogía entre el lenguaje conciso y rápido de César y la abundante magnificencia de Tito Livio, ni entre la historia del uno y los comentarios del otro. No forman estos últimos una verdadera historia, antes parecen una serie de los boletines de campaña del ambicioso conquistador.

Salustio se ha hecho notable en su historia de la guerra Catilinaria, por cierta nebulosa oscuridad que toda la envuelve. Críticos superficiales atribuirán acaso este carácter particular de la obra de Salustio á los defectos de su estilo, ó á las cualidades inherentes á su ingenio; pero el conocimiento de aquellos tiempos suministra explicacion mas acertada, á saber, que Salustio, amigo de Catilina, no pudo por graves consideraciones derramar toda luz sobre aquella famosa conspiracion, desfigurada por Ciceron en la tribuna y vencida con las armas en el campo de batalla. Su historia es meramente un folleto de partido.

El que como Livio escribe en un siglo eminentemente literario, sobre todo si se halla sometido al dominio absoluto de un soberano ilustrado, puede dedicarse indudablemente á la perfeccion de las formas. Por eso su narracion es extraordinariamente viva y graciosa, adornada con el lujoso atavío de su espléndida fantasía: es una fuente fresca, inagotable y dulce, á que tan propiamente se le aplica aquel expresivo epíteto, lactea ubertas. Testigo del poderío romano en su mayor apogeo, inflamado de entusiasmo y orgullo patrio, esclavo de hecho de un príncipe omnipotente, que simbolizaba la gloria y la grandeza de la Reina de los Reyes y las gentes, engañado tal vez por las apariencias republicanas de la libertad, que solo conocia en abstracto, su obra no puede ser verdadera ni puede ser filosófica, sino completamente falsa, literaria enteramente y exclusivamente romana: de un cabo al otro de su historia el espíritu de Roma es quien la anima y embalsama.

El gran Cornelio Tácito sacrificó la sencillez histórica por el amor al efecto teatral; y aunque es á veces sublime en sus incomparables descripciones, no hay nada que mas canse que la afectacion de aquel estilo, sin igual en lo profundo. Tácito es el gran retratista del corazon y el mas dramático de los historiadores. Las atrocidadas de aquellos monstruos, vergüenza de la especie humana, Claudio, Neron, Caligula, Heleogábalo, Agripina, Tiberio, hiriendo con viveza su imaginacion, excitaron tan profundamente su filosófica curiosidad que se dedicó á estudiarlos, esperando aquella venturosa

felicidad de los tiempos, que tan expresivamente diseña, y que encontró en los de Trajano, cuando decir lo que pensase y pensar cuanto quisiere le era lícito, para presentar á sus conciudadanos tantas obras maestras en aquella galería de retratos morales. El carácter de una época en que no habia leyes, ni senado, ni foro, ni tribunos, sino voluntad, caprichos y pasiones, y en que la república habia desaparecido absorbida por el egoista individualismo de un hombre solo, necesitaba, para ser descrita, de un historiador que adoptase mas bien el método biográfico que el meramente narrativo, y diera menos estudio al conocimiento de los sucesos que á los tenebrosos misterios del corazon y del espíritu.

En el siglo XIV, si bien presentaba la Europa un aspecto diferente, tanto en su organizacion social y política, cuanto en la cultura moral, al del siglo V. A., C., asemejábanse sin embargo en cuanto al desarrollo intelec tual y á la cultura científica del pueblo: así Froissart es un segundo Herodoto. El narra como el griego cuanto vé y cuanto escucha, viaja y se afana como aquel, porque es curioso de novedades y maravillas, y ofrece á sus contemporáneos sus crónicas llenas de errores y preocupaciones, pero vivas, animadas en alto grado, descriptivas. Cuantos acontecimientos de la Europa conocida llegan á su noticia los confunde en aquella variada mezcla de fábulas y sucesos, viajes y relaciones, anécdotas y discursos, y cuadros de la vida doméstica y privada. La edad media está allí toda retratada pintorescamente en aquel gracioso monumento, donde aparecen esculpidos de bulto todos los personajes, los hechos, las costumbres y las ideas de aquellos tiempos novelescos. El Príncipe Negro y el Emperador Wenceslao: Don Pedro de Castilla y Cárlos el Sabio de Francia: Eduardo III de Inglaterra, Duguesclin y el Duque de Lancaster, Gaston de Foix y tantos buenos Condestables y Senescales y Caballeros, los campos de Crecy y Poitiers, los de Aljubarrota y de Montiel: bravos paladines, damas gentiles, galantería y honor, cortesía y fé y amores y cacerías y trovas y torneos ¡Qué descripcion tan interesante aquella en que retratándonos la corte, la vida y las costumbres del buen Conde Gaston de Foix, señor de Bearne, nos conserva la última copia y el mas completo cuadro, con tan vivos colores dibujado, de aquella raza feudal, para siempre extinguida, de aquellos tiempos por siempre desvanecidos!

Habia apenas transcurrido una centuria y ya la Italia habia producido á Maquiavelo y Guicciardini, émulos de Livio y de Tucídides. El arribo á Florencia de los sabios griegos fugitivos de Constantinopla, que despertaron con el estudio de las lenguas muertas el amor de las artes y la clásica literatura, influyó sobremanera en el carácter de esta época, dándole una expresion particular, reflejada á lo vivo en los dos mencionados historiadores. Sus historias, poco verídicas, artísticamente elaboradas á la griega y á la romana, llevan la imitacion de aquellos dos grandes modelos hasta el grado de traer interpolados discursos y arengas fingidas, á manera de los antiguos, conformándose así al gusto de sus contemporáneos, que era entonces esencialmente imitativo y clásico, y menos apasionado por la filosofía que por

las artes y las bellas letras, liberalmente alentadas por los Medicis, con astutos fines políticos. Y aquí no puede menos que herir la curiosidad el fenómeno siguiente: que la gloriosa república, el siglo de oro de las artes y la literatura, en que se lleva el estudio de las formas á un grado de perfeccion inimitable para los siglos venideros, ha coincidido siempre con la existencia de un soberano ilustrado y liberal, pero en el auge de un poder absoluto. Fidias, Sófocles, Eurípides, en tiempo de Pericles: Livio, Horacio, Virgilio, bajo Augusto: y tantos pintores, escultores y poetas, Ariosto, Miguel Angel, Rafael, Corregio, patrocinados por Cosme y Lorenzo el Magnífico y el gran Leon X de Medicis: Garcilaso, Fray Luis de Leon, Mariana, Cervantes, bajo el glorioso reinado de los Reyes Católicos, el Emperador y los primeros Felipes; Molière, Racine, Bossuet á la sombra del Gran rey Luis XIV, rutilantes planetas que, cual en torno de un sol, parece se agrupan en derredor de la gloriosa política, como si necesitasen de su brillo para reflejar sus fulgores, ó de su poderosa atraccion para girar en órbitas regulares con acordados movimientos de armonía. Dejando á un lado este fenómeno con las deducciones que de él pudieran desprenderse, bien podemos ahora inquirir aquella diferencia característica de los tiempos antiguos y modernos, que nos explique la correspondiente diversidad, tan notable entre el espíritu de los pasados y presentes historiadores. Aquellos, siempre incomparables por su buen gusto, las gracias de su imaginacion y su magnificencia de estilo, habian hecho progresos muy mezquinos en las ciencias morales, é ignoraban los mas sencillos axiomas de la política, la legislacion y la economía social. Los Griegos, aislados entre los pueblos, miraban como bárbaros aun á sus Romanos conquistadores; y tomando estos á la vez de aquellos todos los preceptos de su literatura y los principios de su filosofía, resultó como necesaria consecuencia que, imitándose á sí mismos hasta lo infinito, se distinguieron sus producciones por su eterna uniformidad y la estrechez de sus conceptos. ¿Qué filosofía podía existir donde toda nocion, toda ciencia 6 arte era griega y ro mana? La elevacion y el espacio son necesarios para la comparacion de las partes y la completa concepcion del todo, es decir, para generalizar y abstraer; mientras que ellos solo veian hechos y casos particulares, circunstancias accidentales y locales: las analogías les suministraban leyes generales. Veian al hombre en una condicion particular del estado social en que vivian: las revoluciones sociales y las formas políticas las estudiaban tales cuales á su espíritu se presentaban en una reducida porcion del territorio, que para ellos constituia el orbe entero, pero nunca juzgaron del hombre como hombre, ni del gobierno como gobierno en toda su latitud. El despotismo exclusivista de los Césares, su egoista sistema de centralizacion, que todo lo absorbia, que todo lo romanizaba, leyes, costumbres, religion, aumentó aquella terrible calamidad: la uniformidad de las producciones del entendimiento, la parálisis de la civilizacion. Para verificar un cambio completo y necesario, para infundir el espíritu de vida y de progreso á aquella decrépita civilizacion, fué preciso el concurso de poderosos agentes. Fué el primero de ellos el cristianismo, que conmovió aquel cuerpo membrudo y voluminoso, pero inerte, ha

ciéndole salir de su letargo. El principio de igualdad evangélica comunicó en política nueva vida y nuevo aliento á un pueblo embrutecido por la esclavitud. En el dominio intelectual la lucha filosófica y doctrinal, la oposicion de los partidarios del paganismo y los del cristianismo produjo tambien un movimiento agitado en las ciencias morales, en la elocuencia y la filosofía, que hizo brotar mas tarde algunos lozanos frutos, que al fin se sazonaron, durante aquel corto período de eclecticismo, que ha hecho memorable á la escuela de Alejandría. Por no ser de nuestro propósito no dejaremos correr aquí la pluma, que con gusto se deslizaria sobre tema tan fecundo, contentándonos con indicar el efecto producido sobre la organizacion social pagana por el nuevo espíritu de filosofía cristiana. Pero no bastó este primer estimulante para curarla de la parálisis de la vejez, y para ello fué necesario el poderoso reactivo de una tremenda catástrofe. La invasion de los bárbaros cayó sobre ellos como una inundacion, derribando aquel mundo viejo, que quedó sumido en las tinieblas. Pero esta estupenda ruina era tan necesaria como el rayo purificador, porque el cuerpo social se iba pudriendo. La elaboracion misteriosa ejecutaba sorda y lentamente su obra de fusion y amalgama hasta que ya, tras largos siglos de paciente espectacion, la Europa empezó á percibir asombrada el órden nuevo, que iba saliendo de entre la aparente anarquía, y el vago vislumbre de una nueva y luminosa aurora que despuntaba entre las tinieblas de aquella larga noche. Mezclados los elementos, efectuada ya la asimilacion, inoculada en las viejas arterias aquella sangre pura y fresca de los hombres del Norte, la Europa apareció rozagante, ostentando salud y lozanía. Sociedades nuevas con diferente organizacion reemplazaron aquel inmenso imperio, y en vez de su pernicioso exclusivismo y estéril uniformidad, presentaron una diversidad tan fecunda, cuanto era variado el influjo de sus diferentes inclinaciones, costumbres y organizaciones políticas, pero todas unidas por el lazo de sus leyes internacionales y de una religion comun. La invencion de Guttemberg que acabó de estrechar la union intelectual de los pueblos, y el descubrimiento de un nuevo mundo que, dando nueva vida á la industria y al comercio, ligaba á las na. ciones con el poderoso estímulo de los intereses materiales, acabaron de echar por tierra el coto que habian opuesto las preocupaciones á la reunion de los miembros de la gran familia europea. Ahora sí que podian el filósofo y el historiador esplayar la vista sobre esta rica variedad de literaturas, costumbres, leyes y constituciones: distinguir con acierto lo que es local de lo que es universal: lo transitorio de lo eterno, de la regla, la excepcion: apreciar la diferencia de las causas y descartar de las circunstancias accidentales los principios generales, eternamente verdaderos. Del análisis ya habian subido á la síntesis, su necesario complemento; de aquí la precision, la profundidad y el espíritu enteramente filosófico de los historiadores modernos.

Pero estas mismas cualidades llevan en sí el gérmen de los defectos que les son inherentes. La ciencia especulativa progresa con grave detrimento de la verdad histórica; los hechos son despreciados en beneficio de la teoría. No es la credulidad la que nos engaña, como á los antiguos, sino la manía

de generalizar. La historia de los antiguos se convertia en novela, pero la historia moderna se desvanece en utopías. El historiador antiguo, estudiando una larguísima serie de hechos, apenas se aventuraba á ofrecer tímidamente alguna deduccion general, exacta y necesariamente desprendida de sus antecedentes; pero el moderno historiador arroja apenas la vista sobre una pequeñísima trabazon de sucesos, descubre en ella un órden tal vez subordinado á otro órden superior, una verdad meramente relativa, y ya luego formula una ley general, proclama un principio absoluto, á cuya ley y á cuyo principio ajusta despues todos los hechos, desfigurándolos, para conformarlos á sus improvisadas teorías.

De entre los que se han dedicado al estudio y la explicacion de los hechos históricos, ha habido algunos que han intentado subir el arte á la dignidad de una ciencia, contemplando el campo inmenso de los siglos y tratando de descubrir ciertas leyes superiores y desconocidas por las cuales resolverse pueda el enigma de las revoluciones y metamorfosis sociales, reduciendo aquellas leyes á fórmulas generales y decorándolas en su conjunto con el nombre de filosofía de la historia. Bossuet, que explica la historia universal de la manera mas conforme al sentido católico dominante en la época de Luis XIV: Vico, que traza círculos de hierro donde á su sentir ha de quedar circunscrito el desarrollo de la vida política y social, subordinándola á cierto órden fatalista, determinado por sus inmensas fórmulas sintéticas: Herder, que fecundiza el árbol robusto de la humanidad con la vigorosa savia del progreso indefinido; y Schelling, que envuelve sus elucubraciones en las pavorosas nieblas de la filosofía idealista de su patria, intentando solo convertir la historia en ciencia metafísica ó impenetrable teurjía, renunciando de hecho á todo influjo práctico y efectivo, no pueden ser tenidos por verdaderos historiadores.

Otros solo pretenden propagar ciertas doctinas políticas ó religiosas: verdades de partido y conveniencia. Voltaire, Hume, Las Casas, Gibbon, son hábiles en la controversia y en el arte de abogar con imparcialidad aparente por la causa que en sostener se empeñan; pero no hay que buscar en ellos el grave, sencillo y desapasionado fallo de Tucídides y otros antiguos historiadores.

Al hacer la rápida revista de los antiguos y modernos historiadores, desde un nuevo punto de vista que nos demuestre la estrecha relacion y dependencia de sus rasgos característicos con el estado social determinado de las épocas en que escribieron, lo primero que saltará de bulto es la vanidad de añejas mal ajustadas convenciones de sistemáticos preceptistas, y la necesaria deduccion de que es buena historia la que mejor convenga á aquellos para quienes sea escrita.

Ahora bien, en este siglo sério y grave, tan mal avenido con el espíritu metafísico, como con todo sistema exclusivista, es indudable que los historiadores que admiraban y deleitaban á nuestros antepasados, han perdido gran parte de su prestigio. La historia, á veces fabulosa y novelesca, á veces enteramente literaria, empañada á veces al contacto de las malas pasiones, no puede aspirar al aprecio de nuestros coetáneos, sino despojándose de sus

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