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pultadas en las catástrofes que sufrieron las Antillas. No obstante créese que habia en estos dialectos muestras de analogía con los del Asia, lo cual no es extraño á la vista de los monumentos que se descubrieron mas tarde en el continente americano. Revelan estos una sociedad tan antigua como la de Eigipto, y no es muy difícil de creer que así como las emigraciones del centro del Asia llevaron á la América su civilizacion por el Pacífico, así tambien les pueblos de Egipto y Palestina la comunicaran mucho antes por el Occidente al centro de América, donde se perciben hoy tantas analogías en sus templos y sepulcros, sus geroglíficos y su escultura. De una civilizacion mas adelantada y esplendente que la que conocieron los españoles al tiempo del descubrimiento, no hay asomo de duda, pues que la ciudad del Palenque es un claro testimonio de ello.

Parece que estos indios Yucayos creian que la tierra que habitaban habia comenzado á poblarse antes que los continentes y que las otras islas; y para buscar algun fundamento á esta tradicion, no es extraño que la imaginacion se levante á épocas mas remotas, Los sabios de Grecia y de Egipto, entre estos Platon y Séneca, habian dado crédito á oscuras leyendas sobre la existencia de tierras lejanas, mucho mas allá de las columnas de Hércules. La Atlántida que, segun su descripcion, habia desaparecido por un diluvio, acompañado de temblores de tierra espantosos, era la primera que debiera aparecer al Occidente en aquellas épocas á que se referian; luego ciertas islas que los antiguos llamaron Hespérides, pertenecientes á Hespero, duodécimo rey de España, despues de Tubal, y que vivió mil quinientos cincuenta y ocho años antes de Jesucristo: despues un continente mayor que Europa y Africa, y detrás un mar mas grande que todos los conocidos en aquellos tiempos.

Si á estas tradiciones, que para la Europa moderna aparecieron como creaciones fabulosas de los antiguos, les diésemos mas valor del que se les atribuia, podríamos entrar con mas confianza en el deslinde de dos civilizaciones que se tocan en un mismo punto, viniendo de rumbos distintos, para explicar los caracteres ya asiáticos, ya europeos que revelan muchos monumentos arqueológicos de la América continental.

Las ruinas del Palenque y otras ciudades de Centro América han asombrado á sus exploradores por la multitud de analogías que ofrecen su arquitectura y sus geroglíficos con los del antiguo Egipto. Pero ¿cuál medio de comunicacion pudieron servir á los pueblos para trasladarse desde las orillas del Nilo hasta las regiones centrales del continente americano, cuando la navegacion estaba en su infancia? Ninguno mas natural, ni mas probable que el que nos indica la leyenda de Platon. La Atlántida, las Hespérides, que debieron ser las Lucayas, el continente, que es el Nuevo Mundo, parecen ser las escalas sucesivas de la emigracion de oriente á occidente, cuyas huellas se borraron cuando ocurrieron los cataclismas geológicos de que han quedado apenas vestigios en el mar de las Antillas.

Admitida esta hipótesis, los indios de las Lucayas tendrian razon en sostener que de ellas pasaron las luces y los conocimientos al continente. Esta opinion prueba tambien que las supuestas catástrofes no destruyeron á los habitantes de la isla, los cuales couservaban tradiciones antiquísimas de ellas.

y

Pero no se han encontrado analogías ni puntos de contacto entre la civilizacion de los pueblos que dejaron tan maravillosas muestras de su cultura en las antiquísimas ruinas de Méjico y Yucatan la de los pueblos que se encontraron al tiempo del descubrimiento de la América, en las Antillas. Sus ideas religiosas, costumbres y estado salvaje declaran patentemente su diversidad de raza y de orígen. La primera se habia comunicado del Mediterráneo al Océano Atlántico, y la segunda por el contrario, se trasmitió al parecer por el Océano Pacítico al centro de América, ó por irupciones de los pueblos del Norte del Asia hácia la América. Pero en el estado actual de los estudios etnológicos y antropológicos, una insondable oscuridad cubre los orígenes de las razas americanas; lo único que establecen los datos, linguísticos y morfológicos conocidos se reduce á esto: que no provienen del gran tronco aryano 6 caucásico, y que aun no se ha logrado determinar por el estudio comparativo de los diversos idiomas indígenas la filiacion y las corrientes migratorias de los primitivos pobladores del Nuevo Mundo.

Lo sucedido en la Vega Real aterró tanto á los indios, que los rumores se propagaron hasta la poblacion donde residia el Cacique Caonabó. Mandó este recorrer todos los límites de su territorio para que sus vasallos volviesen á sus hogares, y desistió desde entonces del proyecto que habia formado de contrarrestar á los españoles, reconociendo por lo que acababa de suceder en la Vega Real, que estos eran muy fuertes y poderosos para que sus indios pudieran sacar partido oponiéndoseles. Resolvió por último que una gran parte de su gente de guerra que se hallaba en los confines de su provincia retrocediesen, y para ello envió comisionados, á fin de que dejasen inmediatamente libre la fortaleza de Santo Tomás, que habia tenido sitiada mas de treinta dias

Instruido el Almirante de la conducta de Caonabó y de los otros, se retiró para la Isabela, contando con que mas tarde daria una leccion á los causantes de tantos trastornos. Y poniendo inmediatamente en obra su intento, luego que llegó á la ciudad, llamó al Capitan Ojeda y le comunicó su pensamiento, sobre la manera de apoderarse de los Caciques, el mismo que habia manifestado en la instruccion que dió al Capitan Mosen Pedro Margarit sobre Caonabó. Dispuso que Ojeda partiese á apoderarse de este temido Cacique, y para ello que fuese asistido de algunos pocos soldados de á caballo; que le visitase disimuladamente, le convidase á la paz y consiguiese atraerlo á la Isabela, so color de una entrevista amistosa.

Tenia este su residencia, como se ha dicho antes, en la Maguana, cerca del rio Neyba, y del segundo Yaque, y hácia allá se dirigió Ojeda, encontrando á Caonabó mas tratable; tal vez por efecto de

la última derrota, ó porque con la estratagema del enviado se le hizo comprender, que los grillos muy lustrosos que se le llevaban, eran un valioso presente del Almirante. A fuerza, pues, de alguna maña y lisonja, logró por último persuadirle que exponia su persona y estado á evidente riesgo, si no convenia en presentarse al Guamiquina, medio único de grangear su benevolencia y amistad.

Condescendió por fin el Cacique, aunque algo receloso; y pretextó que le acompañasen muchos de los suyos, porque así correspondia á la decencia de su persona. El astuto Ojeda tuvo modo de atraerlo fuera de los suyos, llevándolo al rio Yaque del Sud, como una legua de su residencia: le hizo lavar y le puso los grillos, diciéndole que aquella era una distincion que usaban los Reyes de Castilla, lo que parece le satisfizo, y montándole luego en las ancas de su caballo, despues de algunos rodeos, se le acercaron los españoles y partió á toda prisa, quedándose pasmados los indios que no con poco recelo los miraban de lejos. Despues de haber andado cierto trecho, desenvainaron los españoles sus espadas y ataron al Cacique á la espalda de Ojeda; y ya seguro, no paró este hasta entregarlo al Almirante en la Isabela.

Aprisionado Caonabó, se le formó el correspondiente proceso, y por la informacion de testigos y por sus propias declaraciones, resultó ser el autor del incendio del fuerte de la Navidad, el de la muerte de los españoles que lo custodiaban, y el de la última sublevacion que promovió para acabar con los que existian en la isla.

Valióle tan solo su alta dignidad para no ser ajusticiado, como lo fueron muchos de los prisioneros de la batalla de la Vega, y desde luego se acordó remitir á los Reyes su persona y la causa. Fué tanto el respeto que infundió en el ánimo del Cacique esta denodada y atrevida accion de Ojeda, que mientras estuvo preso en la Isabela, cada vez que lo visitaba se ponia en pié y hacia una gran reverencia; pero no así cuando se presentaba el Almirante y los otros jefes; y preguntándole por qué obraba así, contestó que Ojeda era el que se habia atrevido á ir á su casa á prenderlo, y no el Almirante y los otros.

Logrado ya el primer intento, quedaba aun por ejecutar el segundo. Un hermano de Caonabó nombrado Maniocatex, que tenia crédito de muy valiente, era el fomentador de las juntas y sublevaciones, y para quitar este nuevo obstáculo, se envió un refuerzo de hombres al fuerte de Santo Tomás, con órden de que Ojeda corriese y allanase todo el territorio de Maguá y Maguana, foco de todas las insurrecciones: determinacion á que dió causa el mismo Caonabó, porque habiéndose manifestado al principio de su prision furioso, fingió despues que habia sabido que sus tierras estaban invadidas por ciertos Caciques, prevalidos de su ausencia, y pidió al Almirante se las defendiera con el objeto de que saliesen los españoles, y su hermano hiciese tantos prisioneros de ellos cuantos bastasen á rescatarlo.

Descubrióse la trama, y aprovechándose el Almirante de la ocasion que se le presentaba, dió sus últimas órdenes á Ojeda, y le

apercibió del intento de Caonabó, y partió bien prevenido hacia la vuelta de Maguana. No bien hubo llegado á este territorio, cuando descubrió en un valle cinco mil indios, con flechas, macanas y palos agudos, capitaneados por el mismo hermano del Cacique. Los vió dividirse en cinco trozos para cercarlo; pero, sin darles tiempo á cumplir su propósito, embistió con su escuadron, que venia de frente donde podian obrar francamente los caballos; y no pudiéndose sostener los indios contra el ímpetu de estos animales, se desordenaron y abandonaron el campo. Los españoles los persiguieron y mataron, é hirieron á todo el que estuvo delante, quedando como prenda del triunfo el apetecido hermano de Caonabó.

Consternados los indios se dispersaron por los montes, y algunos se rendian y entregaban á discrecion, ofreciendo ciertos servicios á los españoles si les permitian vivir en paz en sus tierras. Concedióseles esta gracia, y sosegada toda la Maguana, volvió Ojeda á la Isabela, conduciendo al temible prisionero, y las otras personas de su familia que pudieron ser aprehendidas, quedando desde entonces tan humillados los indios, que no hay palabras para explicar su abatimiento.

En estas circunstancias pasó el Almirante á los otros cacicatos de la isla, porque juzgó que era llegado el momento de imponer cierta sujecion sobre los indios, y de establecer las relaciones naturales y políticas con el país conquistado; por cuyo medio se evitaria todo pretexto de sublevacion. En efecto, sin desenvainar la espada obligó á los Caciques y á los pueblos á que reconociesen el señorío de los Reyes de Castilla, y á que pagasen el tributo que les imponia, el cual fijó por cabeza, sobre los mayores de catorce años y debia abonarse cada tres meses. La tasa varió segun el lugar que ocupaban los indios: á los naturales y comarcanos de las minas de Cibao, el oro en polvo que cupiese en un cascabel; y para los demás veinte y cinco libras de algodon, impuesto que, aunque justo, hizo desertar mas tarde á los indios de las poblaciones, tanto por las dificultades de reunirlo sin medios para ello, como por el modo hostil con que se les exigia, lo cual produjo el abandono de las sementeras y la dispersion de los naturales por las montañas de la isla.

En esta ocasion, el Cacique principal de la Vega, Guarionex, cuyos vasallos eran agricultores, para libertarse de la imposicion del tributo de oro, ofreció al Almirante que le haria una labranza de pan, esto es, de yuca, ñame у maíz, que llegase desde la Isabela hasta el otro lado de la isla, que sería un espacio como de cincuenta y cinco leguas, provision que hubiera bastado á mantener á las Castillas, segun el dictámen del Descubridor.

Mientras sucedian todos estos acontecimientos, el Almirante no cesaba de buscar los medios para indemnizar los grandes costos de la conquista, porque le parecia que sus émulos habian de valerse de ardides para desacreditarlo, presentando los resultados de aquella, como inútiles y perjudiciales, y así no nos admira ver en la Corte al Padre Boyl y á Mosen Pedro Margarit que cumplian los de

seos de sus detractores. Los informes que dieron á los Reyes al presentarse en la Corte, no acreditaban las providencias del Almirante, y las cartas de los particulares descontentos, quejándose de la dureza de las penas que se imponian por culpas leves, y otras acusaciones exageradas ó calumniosas, produjeron una efervescencia tan grande entre los cortesanos, que no pudo contenerla la buena disposicion de los Reyes. Para mas agravar los cargos contra el Almirante, á quien suponian ya muerto en el viaje de Cuba á Jamaica, persuadieron á sus Altezas que era preciso enviar un Visitador regio para averiguar los hechos. Esta opinion prevaleció y se tuvo por la mas conciliadora que pudiera adoptarse para acallar á los informantes y las hablillas del público. En efecto, designóse á Juan Aguado, sujeto que habia estado en Indias, con órden de que si vivia el Almirante, estuviese sometido en todo á su mando, y no entendiese mas que en hacer informaciones y volviese prontamente á la Corte á dar cuenta.

Vino Aguado y en su compañía Don Diego Colon con cuatro naves cargadas de provisiones, cuando á la sazon se hallaba ausente el Almirante en lo interior de la isla, gobernando la Isabela su otro hermano Don Bartolomé. Presentó desde luego sus credenciales (1) y principió á ejercer su oficio con manifiesta altanería y orgullo: reprendió á varios oficiales de justicia y hacienda, con desprecio del Gobernador Don Bartolomé. Aun hizo mas, excediéndose de su oficio, salió para la tierra de adentro en busca del Almirante, llevando un grande acompañamiento con tropas de á pié y de á caballo. Publicaba por los caminos que ya no era el Almirante Viejo el que debia gobernarles, sino otro nuevo; y como en aquellos momentos era general el disgusto por el tributo que acababa de imponerse, manifestaron los indios el mas grande regocijo. Se presentaron muchos á Aguado con quejas contra él, y llegó á tanto la exaltacion, que se reunieron algunos Caciques en la casa de Maniocatex para formular las quejas y pedir remedio al Comisionado.

Luego que el Almirante supo la llegada de Aguado se dirigió á la Isabela, para donde partió este tambien al recibir la noticia, y muy luego tuvieron su entrevista y en ella le hizo entrega de la carta órden de SS. AA. No pudo menos de sorprenderse con tales novedades, y aunque acató y honró á Aguado con demostraciones corteses, vió con algun dolor que este se entrometia con la mayor imprudencia en cosas que no le incumbian, dando así un mal ejemplo, y exigiendo consideraciones indebidas á un simple Visitador. Se manifestó altanero y soberbio, y procuraba rebajar al Almirante del respeto que se le debia, todo lo cual disimulaba él por evitar mayores escándalos. Para cortar de raíz estos injustos ataques, que

(1) El Rey é la Reyna: Caballeros, Escuderos y otras personas que por nuestro mandado estais en las Indias: allá vos enviamos á Juan Aguado, nuestro Repostero, el cual de nuestra parte vos hablará. De Madrid á nueve de Abril de mil y cuatrocientos noventa y cinco años. YO EL REY. YO LA REINA. Por mandado del Rey é de la Reina nuestros Señores,

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Fernand Alvarez,

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