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reales piés y manos: y si hasta agora no he venido en esto, ha sido la causa las burlas que me han hecho los españoles, y la poca verdad que me han guardado, y por eso no me he osado fiar de hombre de esta isla.» Finalmente, partiendo Barnuevo con la segunda guia que le quedó (viendo que la primera no volvia con la respuesta), atravesó aquellas nueve ó diez leguas de asperísima montaña á pié (que á caballo no fuera posible), y llegó seguramente á la laguna, donde el cacique Enrique con los suyos le aguardaba, porque ya estaba avisado de su venida y del mensaje y carta que traia: y como cosa que tan bien le estaba lo recibió con la benevolencia posible, abrazándose el uno al otro, y ni mas ni menos todos los españoles con los indios, regocijándose y comiendo todos juntos. Y recibida y leida la carta del Emperador, en que le nombraba D. Enrique, de allí adelante todos se lo llamaron. Y besada la carta y puesta sobre su cabeza, la obedeció, y prometió de guardar siempre inviolablemente la paz. Y se ofreció de hacer luego recoger todos los otros indios que él tenia, y andaban de guerra por algunas partes de la cia del Emperador. isla: y que avisándole los españoles que andaban algunos sus negros alzados, los haria tomar y volver á sus dueños. Y con estos y otros muchos cumplimientos y pláticas que entre sí tuvieron, quedó concertada la paz, y abrazándose con mucha alegría se despidieron.

CAPÍTULO XIV.

De cómo el cacique D. Enrique se aseguró y certificó de la paz que se le habia ofrecido, por las cosas que aquí se dirán.

EL cacique D. Enrique dió á Francisco de Barnuevo un capitan de los suyos y otro indio principal para que lo acompañasen hasta la mar, ó hasta donde le pluguiese. Y llegados á la mar, adonde lo aguardaba su carabela, despidió al indio capitan dándole algunos vestidos para sí y para los otros capitanes sus compañeros. Y á D. Enrique envió otras ropas de seda de mas precio con otras preseas que le pareció, de las que llevaba en la carabela, porque tuviese mas seguridad de la nueva paz. Y despedido este capitan, llevó consigo al otro indio principal llamado Gonzalo (de quien mucho se fiaba D. Enrique) hasta la ciudad de Santo Domingo, para que viese á los oidores y oficiales reales, y vecinos principales de la ciudad, y oyese y viese pregonar la paz, como lo vió hacer primero en todos.

Enrique, indio, se redujo á la obedien

los lugares y villas por donde pasó desde que salió de la carabela hasta que llegó á la ciudad, donde se hizo lo mismo. Y al dicho indio se le dió muy bien de vestir, y se le hizo muy buen tratamiento, y mientras se detuvo en la ciudad (como astuto que era) entró en muchas casas de la gente española para sentir los ánimos y voluntades de todos ellos cerca de la paz. Y todos le mostraban que holgaban mucho de la paz y amistad con D. Enrique. Y la real audiencia proveyó que con este indio volviese una barca, y en ella ciertos españoles para lo llevar á su amo, enviándole muy buenas ropas de seda, y atavíos para él y para su mujer, y para sus capitanes y indios principales, y otras joyas y regalos de cosas de comer, y vino y aceite, y herramientas y hachas para sus labranzas: puesto que el D. Enrique preguntado y importunado del capitan Barnuevo que dijese lo que habia menester ó queria que se le enviase, no pidió otra cosa sino imágenes, y así se las enviaron con lo demas que está dicho; pero antes que recibiese este presente y embajada, quiso el D. Enrique (como hombre sagaz y avisado) hacer la experiencia por su propia persona del seguro de la paz, y fué de esta manera: que pocos dias despues que de él se partió el capitan Barnuevo, un miércoles veintisiete de Agosto del mismo año de mil y quinientos y treinta y tres, llegó á dos leguas de la villa de Azúa con hasta cincuenta ó sesenta hombres, y púsose en la falda de una sierra, que se dice de los Pedernales; y desde allí envió á saber de los de la villa si tendrian por bien que les hablase. Y enviáronle á decir que mucho en buena hora viniese, pues S. M. lo habia perdonado, y era ya amigo de los españoles. Y saliéronlo á recibir algunos hidalgos y hombres honrados de la ciudad de Santo Domingo, que acaso se hallaron en aquella villa, y asimismo los alcaldes y otros vecinos de ella, en que habria hasta treinta de á caballo y mas de cincuenta de á pié, bien aderezados para paz y para guerra. Y apeáronse los de caballo y juntáronse con D. Enrique, y abrazó á todos los españoles, y ellos á él y á todos sus indios: y allí supo cómo su indio Gonzalo habia cuatro dias que habia partido de la misma villa de Azúa con los españoles que le llevaban el presente. Y aunque sacaron allí mucha comida de gallinas y capones y perniles de tocino y carnes de buenas terneras, con el mejor pan y vino que se halló, y comieron todos, así españoles como indios, con mucho placer y regocijo, el cacique D. Enrique no comió ni bebió cosa alguna, aunque para ello fué muy importunado, dando por excusa que no estaba sano, y que poco antes habia co

mido. Y con mucha gravedad platicaba con todos, con semblante y aspecto de mucho reposo y autoridad, mostrando tener mucho contento de la paz y de ser amigo de los españoles. Y acabada la comida se levantaron, y despues de muchos cumplimientos y ofertas de una parte á otra, prometiéndose mucha amistad, se tornaron á abrazar como de primero. Y el D. Enrique y los suyos tomaron el camino de la sierra: y llegado á su rancho, aguardó á los que llevaban el presente y preseas de la ciudad. Y recibido con mucho. agradecimiento de su parte y de los suyos, entregó á los mensajeros todos los negros y esclavos que él tenia de españoles: y envió á decir que en huyéndose algun esclavo negro ó indio á los españoles, le avisasen; que él los haria buscar, y se los enviaria atados á sus dueños. Con estas pruebas y señales de amistad que el cacique D. Enrique vió en los españoles de la isla, quedó mas asegurado que de antes, aunque en lo interior de su espíritu no tenia entera satisfaccion; porque puesto que de parte del católico Emperador estaba bien seguro no le faltaria la palabra dada y favor prometido, era poca la confianza que de los españoles de la isla tenia, por la experiencia pasada, del poco caso que hacen de los indios, y que no los quieren sino para servirse de ellos, y que para desagraviarlo á él y á los suyos estaba lejos el socorro del Emperador. Aprovechó tambien mucho para asegurarlo, la visita de un religioso siervo de Dios, es á saber, el padre Fr. Bartolomé de Las Casas (que despues fué obispo de Chiapa y acérrimo defensor de los indios, que á la sazon estaba por conventual en el monesterio de los predicadores de la ciudad de Santo Domingo, adonde habia tomado el hábito), el cual, como supo la nueva de las paces que el capitan Barnuevo habia concluido con el cacique D. Enrique, lleno de gozo no pudo contenerse, sino que luego, habida licencia de su superior, se fué derecho á meterse por aquellas montañas, riscos y lugares ásperos, donde aquellos indios estaban recogidos, y adonde pocos dias antes no osara llegar español alguno seglar ni religioso, llevando consigo ornamentos y recaudo para decir misa, y fué recibido del cacique y de sus indios con suma alegría: y con ellos se detuvo algunos dias consolándolos espiritualmente, y dándoles á entender la clemencia grande que la majestad del Emperador habia usado con ellos, y aconsejándoles que se aprovechasen de tan señalado beneficio, y perseverasen en la obediencia y servicio de tan benignísimo rey, y en la paz y amistad con los españoles. A lo cual todos ellos se ofrecieron con entera voluntad, y se fueron con el dicho

pena de

padre acompañándolo hasta la villa de Azúa, el mismo D. Enrique y muchos de sus indios y indias, y muchachos, y de ellos se baptizaron los que no estaban baptizados. Y esto hecho, con mucha paz y sosiego se volvieron á su asiento y sierras, y el religioso á su convento. Los oidores de la real audiencia recibieron mucha su ida, por ser sin su sabiduría, temiendo que los indios se podrian alterar, por ser tan reciente y fresca la paz; pero como nuestro Señor quiso que su ida fuese provechosa, holgaron del buen suceso que hobo, y le dieron las gracias. Supo este bendito padre del cacique D. Enrique, que aunque andaba remontado y apartado de cristianos, y privado de los beneficios de la Iglesia, no dejaba de rezar las oraciones que en ella habia aprendido, y á veces el oficio de nuestra Señora, y ayunar los viernes. Y lo que mas le llegaba al alma al tiempo que así anduvo alzado, era el no baptizarse los niños que nacian y se criaban en su compañía, segun que antes tambien lo habia dicho al capitan Barnuevo. Y demas de ser cristiano usó un estilo de virtud y ardid de guerra, que para que los suyos fuesen hombres de esfuerzo y fuerzas para ella, no daba lugar ni consentia que los varones llegasen á las mujeres para conocerlas carnalmente, si ellos no pasasen de veinticinco años. Quise contar aquí esta historia, porque se entienda cuán poca razon tienen los que echan culpa á los indios baptizados, porque se alzaron y remontaron de la compañía de los españoles, y de la mucha que ellos han tenido. las veces que así lo han hecho.

CAPÍTULO XV.

De las raices y causas por donde los indios de la isla Española y sus comarcanas se vinieron á acabar.

No estaba engañado D. Enrique en no se fiar de los españoles de aquella su isla, pues el volver á su amistad y comunicacion fué causa de acabarse del todo y consumirse en menos de ocho años toda su generacion, y la de los demas indios naturales de aquella tierra, que ya en su tiempo no eran muchos. Mas por pocos que entonces eran, no hay dubda sino que si se estuvieran por su parte en el abrigo de las montañas donde se habian acogido, se conservaran y multiplicaran, como vemos que se aumentan y multiplican los indios, tanto y mas que otra nacion del mundo, donde están libres de la

sin

polilla de los españoles. En cuya compañía y contrato no es maravilla, sino cosa natural y forzosa, que se consuma en breve innumerable gentío de indios; y seria maravilla si se sustentasen entre ellos, como lo seria si dentro de un cercado se pudiese conservar muchos años un poderoso rebaño de ovejas andando entre ellas algunos lobos ó leones, por pocos que fuesen, que al cabo de poco tiempo (es cosa clara) que las habian de acabar sin remedio. Así fué lo de la isla Española, que como se acorralaron los indios en poder de los españoles, sin que alguna provincia ó pueblo de ellos se pudiese escapar de sus manos, en breve tiempo dieron cabo de todos, que quedase alguno por quien se pudiese conocer la figura de los pasados: como sin falta darán cabo á todos los demas que quedan en tierras de Indias, si se lleva adelante la lima sorda del servicio forzoso que hacen á los españoles. Porque esto es tenerlos acorralados y atados en su poder y manos; y porque esta terrible inhumanidad que pasó en la Española y en sus comarcanas islas, en los futuros años del siglo, la podrian algunos ignorantemente imputar á los católicos reyes, dignos de eterna y loable memoria, en cuyo tiempo y reinando, ello sucedió, será justo que con verdad y justicia los excusemos, echando la culpa á los que la tuvieron. Y contando el caso de como ello pasó, es de saber, que de dos perversos principios tuvo origen este daño, aunque ambos se pueden reducir á uno, y fué la insaciable codicia, que (segun el apóstol S. Pablo); es raiz de todos los males: y da luego la razon, diciendo: Porque los que se quieren hacer ricos caen en tentacion y lazo del demonio, y en muchos y dañosos deseos que zabullen á los hombres en un golfo de perdicion y destruccion. Fué, pues, el primero principio, el desacertamiento de un mal gobernador (cuyo nombre callo por la honra de los suyos, de quien con harta conveniencia se podrá decir lo que la Escritura sacra dice de Antioco, que fué raiz de pecado), á quien los Reyes Católicos enviaron desde Granada el año de mil y quinientos y dos, para remediar la insolencia de algunos compañeros de Cristóbal Colon, que sin temor de Dios ni respeto de su capitan, de sola su propia autoridad querian servirse de los indios en todo lo que se les antojaba. En lo cual, queriéndoles ir á la mano, se le rebelaron y quitaron la obediencia, y amotinados, se fueron á una provincia de aquella isla, llamada Xaragua, muy poderosa y poblada de gente, donde se apoderaron de los indios, sirviéndose de ellos á su voluntad, con que pusieron al buen Colon en hartos trabajos y angustias, hasta que hubo de venir con ellos á partido, per

1. Thim. 6.

1. Machab. 1.

Año 1502.

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