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ó en su amistad. Algunos de los muchachos y de poca edad de estos indios podrá ser que se salven, si fueren baptizados, y guardando la fe católica no siguieren los errores de sus padres y antecesores. Pero ¿qué diremos de los que andan alzados algunos años há, siendo cristianos, por sierras y montañas, con el cacique D. Enrique y otros principales indios, no sin vergüenza grande de los cristianos y vecinos de esta isla?» Y en el capítulo siguiente, que es cuarto en órden, contando la historia, dice: «Entre otros caciques modernos ó últimos de esta isla Española, hay uno que se llama D. Enrique, el cual es cristiano baptizado, y sabe leer y escribir, y es muy ladino, y habla muy bien la lengua castellana. Este fué desde su niñez criado y doctrinado de los frailes de S. Francisco, y mostraba en sus principios que seria católico y perseveraria en la fe de Cristo. Y despues que fué de edad y se casó, servia á los cristianos con su gente en la villa de San Juan de la Maguana, donde estaba por teniente del almirante D. Diego Colon un hidalgo llamado Pedro de Badillo, hombre descuidado en su oficio de justicia, pues que de su causa redundó la rebelion de este cacique. El cual se le fué á quejar de un cristiano de quien tenia celos, ó sabia que Jueces malvados, tenia que hacer con su mujer, lo cual este juez no tan solamente dejó de castigar, pero de mas de esto trató mal al querellante, y túvolo preso en la cárcel sin otra causa. Y despues de le haber amenazado, y dicho algunas palabras desabridas, le soltó. Por lo cual el cacique se vino á quejar á esta Audiencia real que reside en esta ciudad de Santo Domingo, y en ella se proveyó que le fuese hecha justicia; la cual tampoco se le hizo, porque el Enrique volvió á la misma villa de San Juan, remitido al mismo teniente Pedro de Badillo, que era el que le habia agraviado, y le agravió despues mas, porque le tornó á prender, y le trató peor que primero: de manera que el Enrique tomó por partido el sufrir, ó á lo menos disimular sus injurias y cuernos por entonces, para se vengar adelante, como lo hizo en otros cristianos que no le tenian culpa. Y despues que habia algunos dias que el Enrique fué suelto, sirvió quieta y Enrique, indio, se sosegadamente, hasta que se determinó en su rebelion. Y cuando le pareció tiempo, el año de mil y quinientos y diez y nueve, se alzó y se fué al monte con todos los indios que él pudo recoger y llegar á su opinion. Y en las sierras que llaman del Beoruco, y por otras partes de esta isla anduvo cuasi trece años: en el cual tiempo salió de traves algunas veces á los caminos con sus indios y gente y mató algunos cristianos, y robándolos, les tomó algunos millares de

hay en Indias.

rebeló en la isla Es

pañola.

Або 1519.

pesos de oro. Y otras veces algunas, demas de haber muerto á otros, hizo muchos daños en pueblos y en los campos de esta isla: y se gastaron muchos millares de pesos de oro por le haber á las manos, y no fué posible hasta poco tiempo há, porque él se dió tal recaudo en sus saltos, que salió con todos los que hizo.» Estas son las formales palabras del cronista, del cual cierto es mucho de maravillar, que siendo hombre tan entendido, y tenido en reputacion de buen cristiano, en sus primeras palabras arriba referidas muestra mucho gozarse de lo que quien tuviese temor del justo y eterno juicio de Dios, con harta razon debria de dolerse, y llorar con lágrimas de sangre, por haber sido parte juntamente con otros en acabar y consumir y quitar de sobre la haz de la tierra tantas millaradas de ánimas criadas á imágen de Dios y capacísimas de su redencion, como en el discurso de esta historia parecerá, y no incapaces como él las hace. Y sobre esto pone en dubda, si algunos de los muchachos hijos de los indios siendo baptizados y guardando la fe católica que recibieron se salvarán. Lo cual yo no sé qué otra cosa es, sino poner duda en la fe que tenemos, y en las palabras que nuestro Salvador Jesucristo dijo en su Evangelio: el que creyere y fuere baptizado, será salvo. Verdaderamente cuando lei este paso, yo me afrenté de que un español hidalgo y honrado cayese en tan grande error, como es mostrar placer de lo que le hubiera de causar perpetuo llanto, y de que no tuviese celo de la honra de Dios y de su ley para abominar y exagerar con todo encarecimiento la iniquidad de tan malos jueces, que siquiera no tenian algun respeto de no escandalizar aquella nueva gente que indignamente regian, ni hacer caso de ello, sino de que Enrique y sus indios á cabo de verse sin ninguna causa privados de sus señoríos, tierras, y haciendas, y libertad, y cada dia vejados y molestados con incomportables y irremediables agravios con que los españoles los iban consumiendo del todo, se fueron huyendo á los montes para buscar y tener un poco de quietud y descanso: y al malvado del Pedro de Badillo, que con ningunas palabras se pudieran encarecer sus traiciones y malas obras, conténtase con llamarlo hombre descuidado en su oficio de justicia. Aunque despues cuenta cómo Dios lo castigó en esta vida. Porque yendo desde la isla Española para España, entrando ya por la Barra de San Lúcas de Barrameda, se perdió la nave en que iba, y él y otros se ahogaron con mucha riqueza. Plegue á Dios que sus almas se salvasen, en lo cual dubda S. Agustin: y que no se verificase lo que dice el proverbio, que lo mal ganado, á ello y á su dueño se lo lleva el diablo; y en lo

Pasion intrinseca no deja ver la razon

Marc. ult.

Castigo de Dios en un mal juez.

que dice el historiador, que en el tiempo que anduvieron Enrique
y sus indios en el monte mataron algunos españoles y les quitaron
lo
que llevaban, no es de maravillar, pues de ellos siempre reci-
bieron obras de enemigos. Y aun allí en los desiertos no los deja-
ban, sino que procuraban de haberlos á las manos para quitarles la
vida, ó por lo menos llevarlos á su usado captiverio y servidumbre.

DE est

con

CAPÍTULO XIII.

De cómo el cacique Enrique se redujo á la amistad de los españoles,
por la benignidad del cristianísimo Emperador.

E este alzamiento del cacique Enrique, y de la ocasion que para hacerlo tuvo, y de los muchos daños que por toda la isla Española hacia sin se lo poder estorbar, fué avisado el Emperador; y visto que los españoles vecinos de la isla, á cabo de trece ó catorce años, no eran poderosos para sojuzgar á tan pocos indios (que serian poco mas de ciento los que en compañía del Enrique andaban), movido con celo de quitar aquel oprobio y afrenta de la nacion española, y de evitar los daños y males que á sus vasallos de allí resultaban, principalmente á los españoles de la isla en sus haciendas, y á los indios alzados en sus almas (por andar como alarbes, sin socorro de la palabra de Dios, y sin los sacramentos de la Iglesia), proveyó de alguna gente que de nuevo los fuese á conquistar, enviando ella por capitan á Francisco de Barnuevo, natural de la ciudad de Soria, á quien dió por instruccion y mando (como clementísimo Carlos V, Empe- príncipe) que antes que intentasen de tomar las armas para contra aquellos indios rebelados y de les hacer algun mal, lo primero trabajasen por las vias posibles de traerlos á la paz y amistad con los españoles, y á la obediencia de S. M., asegurándoles en su real nombre, que por lo pasado, ningun mal se les haria, y en lo advenidero no recibirian agravio ni malos tratamientos de los españoles; antes serian amparados con toda vigilancia y cuidado, como por la obra lo verian. Y para que de esta seguridad tuviesen mas certificacion, el mismo humanísimo Emperador (atento á que aquel cacique Enrique se le habia dado ocasion manifiesta para hacer lo que hizo) escribió una carta llena de su real benevolencia, amonestándole con paternales y suaves razones que se redujese á su real servicio, y gozase de la paz y mercedes que de su parte se le

rador, clementisimo.

á

y á

ofrecian, y no se dejase perder á sí y á los que le seguian. Clemencia digna de tan alto y magnánimo príncipe, quererse humillar á escribir á un indio y pedirle paz, por solo ganalle el alma y la vida á él á los suyos, pudiendo con facilidad mandar asolar y destruir á él y á los suyos, abrasando los montes adonde se acogian, cuando por otra via no se pudieran haber. Y así guió Dios el suceso de este negocio como el católico emperador lo deseaba. Porque el capitan Francisco de Barnuevo que traia esta carta y otros despachos para el presidente y oidores de la real audiencia de la isla Española, llegó con su gente á la ciudad de Santo Domingo, donde ella reside, y presentados sus recaudos, túvose consulta entre los de la audiencia, vecinos y principales de aquella ciudad, sobre el modo y forma que se habia de tener en la pacificacion del cacique Enrique: y despues de haber habido su consejo, se acordó que el mismo capitan Francisco de Barnuevo fuese primero á tentar la paz; y cuando esta no se pudiese haber, se acudiese al remedio de las armas, conforme á la instruccion y mandato de la cesárea majestad. Y para este efecto partió de la ciudad de Santo Domingo á buscar á Enrique, á los ocho dias del mes de Mayo, año de mil y quinientos y treinta y tres, en una carabela con su batel para salir á tierra, y solos treinta y tres españoles y otros tantos indios de servicio para les ayudar á llevar las mochilas. No fué pequeño el trabajo que este buen capitan y fiel mensajero pasó en esta jornada, ni de poco momento los peligros y riesgos de la vida en que se puso. Porque cuanto á lo primero, anduvo dos meses por la costa abajo de la isla por banda del sur, hacia el poniente, sin hallar rastro alguno, ni humo, ni indicio por donde pudiese presumir en qué parte hallaria al cacique Enrique y á su gente. Despues de esto, habiendo procurado de la villa de la Yaguana dos indios naturales de la tierra para que le guiasen por ella (porque dijeron sabian poco mas o menos dónde se hallaria el Enrique), envió al uno de ellos con una carta para el mismo, dándole aviso del intento á que venia; y con aguardar veinte dias á este indio, nunca volvió con la respuesta. Tenia su asiento el bueno de Enrique, diez leguas poco menos de la costa de la mar, la tierra adentro, hácia lo mas áspero de las montañas, entre grandes riscos y breñas: todo cercado de increible espesura de espinos y manglares (cierto género de árboles que se hacen por aquellas partes) muy espesos y entretejidos, por las muchas matas que entre ellos se crian, por ser la tierra cálida y húmeda, que aun á los cuadrúpedos animales parece no dan lugar de camino. En lo inte

la

1533.

rior de esta maleza tenia hecha una poblacion, donde pudieran habitar seis tantos indios de los que él traia consigo. Y este era su ordinario alojamiento. Y de allí salian á hacer sus saltos y presas, corriendo la tierra por las partes que mejor les parecia, conforme á los avisos que les daban sus adalides, de la disposicion de los caminos y gente que por ellos andaba; y para mas seguridad de sus personas, hijos y mujeres (por si acaso en algun tiempo se viesen en aprieto, cercados de mucha gente que por allí llegase) pusieron su fuerza, último recurso y acogida detras de una grande laguna de hasta diez ó doce leguas de box, legua y media de su poblacion, arrimada á los mas altos riscos y aspereza de la montaña: de suerte que al lugar donde ellos se acogian, no teniendo barcos para atravesar la laguna, no se podia pasar, sino metidos en el agua y cieno hasta los sobacos por una banda, ó por otra entre peñas pobladas de grandísima espesura de árboles y matas muy entretejidas, por donde necesariamente en muchas partes se habia de pasar á gatas por debajo de los árboles y matas. Y yendo por aquí una docena de los remontados, eran señores de los que los quisiesen acometer, y poderosos para irlos matando como conejos, á palos, cuanto mas teniendo como tenian su aparejo de lanzas, espadas y rodelas; y por el agua los mataran mejor: porque para fin de su defensa, y para aprovecharse de la laguna, tenian trece canoas ó barcos en que por ella navegaban. Á este paraje de mal país acudian todos ellos, chicos y grandes, hombres y mujeres, los mas de los dias entre dia, desamparando la poblacion de sus casillas ó chozas, de que se aprovechaban para reposar en las noches. Todas estas dificultades venció el valeroso capitan Francisco de Barnuevo, no por fuerza de armas (que no pudiera), sino poniéndose al trabajo y riesgo de tanta y tan peligrosa aspereza, confiando en Dios (cuyo negocio y mensaje le parecia que llevaba), como negocio de paz y salvacion de aquellas almas, que andaban apartadas del gremio de la Iglesia, y carecian del beneficio de los sacramentos. Y así lo guió Dios como de su mano, y dispuso los corazones de Enrique y de sus compañeros para que conociesen la merced que su divina Majestad y el rey de la tierra les hacian, y la aceptasen como hacimiento de gracias: aunque á la verdad este aparejo siempre lo tuvieron de su parte, como el cacique Enrique lo certificó á Barnuevo en las primeras pláticas que tuvieron, con estas formales palabras: «< Señor capitan, yo no deseaba otra cosa sino la paz, y conozco la merced que Dios y el Emperador nuestro señor me hacen, y por ello beso sus

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