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aquel atrevimiento y desacato, los religiosos que allí estaban, sobre sospecha encerraron en cierto aposento á un indio que se decia Juan Marin y lo azotaron reciamente, y á otros con él. Estándolos azotando para saber de ellos quién habia hecho aquella insolencia, llegaron unos religiosos dominicos á la portería, y para abrirles y recebirlos y hacerles caridad, dejaron encerrados á aquellos indios en una pieza. Mientras cumplian en dar recado á los huéspedes, hicieron los indios un agujero en la pared del aposento, y por allí se acogieron. Querelláronse los padres al arzobispo del desacato que los de aquel pueblo habian tenido contra las imágines de los santos, y volvió otra vez el provisor á aquel pueblo sobre ello, y castigó algunos por sola sospecha, aunque nunca se pudo saber de cierto quién lo hiciese, ni de ello pareció indicio alguno. Visto por aquellos padres que de cada dia iban empeorando los indios, pidieron al virey que enviase allí un juez y gobernador indio de otro pueblo para que los apaciguase y pusiese en órden y concierto, el cual envió á un principal del pueblo de Colhuacan, llamado D. Andrés, con ambos cargos de juez y gobernador. Llegado este á S. Juan, prendió algunos principales y otros algunos de la gente popular, y los puso en la cárcel con prisiones y en cepos; mas como casi todo el pueblo era de una voz y opinion, de noche horadaron la cárcel y sacaron todos los presos y pusiéronlos en salvo. En este tiempo habia en el pueblo solos cinco ó seis indios de parte de los religiosos, y estos descubrieron al indio juez dónde tenia el pueblo escondidos mas de cuatro mil pesos de la comunidad, en dinero y en otras cosas. El juez los recogió y volvió á meter en la casa y caja de la comunidad. Estos mismos indios avisaban á los religiosos de todo lo que el pueblo y principales hacian y concertaban. Venido á saber esto por el comun, cogieron á algunos de ellos en sus casas, y á otros á doquiera que los topaban, y los trataron muy mal, hasta dejarlos por muertos, y demas de esto les aportillaron las casas, y los iban echando del pueblo. Sabido esto por los religiosos, salieron á favorecer á alguno de ellos, y comenzaron á maltratar á otros de los contrarios, por donde se alborotaron los indios y se les descomidieron apartándolos á rempujones. Y al juez, que tambien salió en su favor, lo trataran mal, si acaso no se hallara en el pueblo el encomendero Alonso de Bazan, que con la espada desnuda por amedrentar á los indios los hizo arredrar, y con su ayuda se volvieron los religiosos á su monesterio, y Bazan llevó al juez consigo. Visto por estos padres que tan mal les iba con los indios, tornaron á ocurrir

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al virey y audiencia real, diciendo que el pueblo de S. Juan Teutiuacan estaba alzado. Proveyóse que fuese luego allá el doctor Zorita, uno de los oidores, hombre muy cristiano, y por su bondad amado comunmente de los indios. Llevó consigo hasta diez españoles, y por otra parte fué el alcalde mayor de Tezcuco con algunos hombres. Al doctor Zorita salió á recebir dos leguas poco menos de allí el cacique del pueblo D. Francisco Verdugo, señor natural, con todos los indios, hombres y mujeres. Diéronle unas rosas, y en ellas unas hojuelas colgadas que relucen como oropel. Y no faltó quien dijo que le habian dado rosas de oro para cohecharle, y que así no haria justicia. El oidor lo supo, y envió las rosas á los religiosos para que viesen lo que era. Llegado al pueblo hizo juntar todos los indios, y hallando por la informacion que tomó, ser el pleito de Fuenteovejuna, y que no habia que culpar mas á unos que á otros, por solo que no dijesen habia ido en balde, hizo prender hasta sesenta indios, y de estos mandó echar en obrajes los veinte para que sirviesen por seis meses en escarmiento y aviso de los otros, y á los cuarenta mandó soltar, y con esto se volvió á México. Partido de allí el oidor, parecióles á aquellos religiosos que el mejor camino era atraer á los indios por medio y persuasion de los de la órden de S. Francisco, y entre otros que llevaron para este efecto fué uno el guardian de Otumba, Fr. Juan de Romanones, á quien los indios tenian grande amor y respeto, por ser varon santo, y saber escogidamente su lengua. Este les predicó muy á su contento, hasta que llegó al punto de persuadirles que se sosegasen y quietasen, mostrándose agradecidos á la merced que Dios les hacia en darles por ministros á aquellos padres que tenian cargo de los doctrinar, y no curasen de pretender otra cosa, porque no la habian de alcanzar. Á estas palabras luego se alborotaron, y alzaron todos un alarido de manera que no le dejaron pasar adelante, y así se hubo de bajar del púlpito. Subióse luego en él uno de los dos que residian en aquel monesterio, para decirles que porqué no oian la predicacion de aquel tan venerable padre y callaban á lo que decia. Y comenzándoles á hablar, diéronle tanta grita y dijéronle tantos denuestos, que no pudo ser oido, y así los hubieron de dejar. Y por mucho que algunos religiosos franciscos en veces les aconsejaron y importunaron que recibiesen con contento á aquellos padres, nunca aprovechó. Visto, pues, por ellos que los indios perseveraban en su porfia, suplicaron al virey mandase prender al cacique D. Francisco, y á los mas principales de ellos, y los llevasen México á la

cárcel de corte, porque hasta aquel tiempo no habian entendido muy claramente que aquellos les eran contrarios, sino que el comun del pueblo era el que se alborotaba sin las cabezas. El virey dió luego mandamiento para que Jorge Ceron, alcalde mayor de Tezcuco, los prendiese. Mas ellos fueron avisados y se salieron del pueblo, y tras ellos la mayor parte de la gente, y alzaron todo lo que tenian en su comunidad, sin dejar cosa alguna, y con esto faltó el servicio y la comida á los religiosos, que de antes no dejaban de dárselo, porque hacian rostro el cacique y los demas principales, y faltando ellos faltó todo. Visto esto, enviaban por comida y lo demas necesario á su convento, que estaba una legua de allí. Y á los indios que enviaban, salian otros de traves y quitábanles las cartas que llevaban, y á otros la comida que traian, y aun á algunos aporreaban; de modo que los pobres frailes no sabiendo qué remedio tener, acordaron de ir á verse con su provincial, el cual recibió grande enojo de que hubiesen dejado la casa, y con razon, porque sabido por el cacique y principales con la demas gente, acudieron la noche siguiente al monesterio, y abrieron todas las puertas, y sacaron todos los ornamentos y lo demas que habia dentro en la casa, sin dejar alguna cosa, salvo el monesterio aportillado sin quedar en él cosa sana. Volvieron los religiosos á cabo de dos ó tres dias, y como hallaron la casa tan mal parada, fuéles forzado dar luego la vuelta,

y

de esta vez nunca más volvieron de asiento, porque sucedió que el pueblo estuvo casi despoblado por espacio de tres meses. Como vió el cacique D. Francisco que en este medio, ni los frailes volvian, ni la justicia á prenderlos, vínose á una visita de su pueblo que se dice Santa María, media legua de la cabecera. Y allí juntó toda su gente, y estuvieron algunos dias sosegados, acudiendo á misa al convento de Otumba, y á veces algunos religiosos caminantes se la decian en la misma estancia donde estaban. Tuvo el virey noticia de cómo estaban en aquel lugar todos juntos y algo sosegados, y envió á prender al cacique y á los principales, aunque no hubo efecto, porque ellos tuvieron noticia de lo proveido antes que los prendiesen, y la noche antes que llegasen los ejecutores de este mandato, en tres dias del mes de Febrero á las diez de la noche salió el cacique D. Francisco y sus principales y todo el pueblo tras ellos, hombres y mujeres, sin quedar persona alguna en el lugar, siendo la noche de grandísima escuridad y tempestad de agua, por donde les sucedieron grandes trabajos y desastres de aquella salida. Murieron sesenta personas sin confesion, y veinte niños sin el agua del bap

tismo. Estuvieron fuera de sus casas un año entero; gastaron de lo que tenian en su comunidad mas de cuatro mil pesos, y de particulares, perdidos y hurtados, mas de seis mil. Con todos estos trabajos, viendo que no podian alcanzar lo que pretendian, hicieron una informacion de todo lo pasado y enviáronla á España con el relator Hernando de Herrera, el cual les trajo de vuelta una cédula real en que S. M. mandaba que no se les hiciese fuerza á recebir otros religiosos que los doctrinasen, sino lo que ellos querian y pedian de la órden del padre S. Francisco. Empero, antes que esta cédula llegase fueron consolados, porque mientras el relator iba y volvia de España, como aquel pueblo pasaba tan intolerables trabajos fuera de sus casas y por tierras ajenas, juntáronse muchos indios y indias de la gente pobre, y fueron á México mas de cuatrocientas personas, y entraron así como iban desarrapados y miserables ante el virey y audiencia real, clamando todos á una voz y pidiendo justicia, diciendo el grande agravio que se les hacia trayéndolos así muertos de hambre, peregrinando tanto tiempo fuera de sus casas. Respondiéronles que se volviesen á ellas y que se les haria justicia, y intercediendo algunas personas principales con el virey, envió un perdon general á todo el pueblo, y en particular á D. Francisco y á los principales, y licencia para que fuesen á la doctrina á do ellos querian. Y porque mejor se quietasen, el mismo virey rogó al provincial de los franciscos, que á la sazon era Fr. Francisco de Toral, obispo que despues fué de Yucatan, que les diese frailes que los doctrinasen, y con esto dentro de tres dias se pobló el pueblo como de antes estaba. Duró esta afliccion de los indios de S. Juan Teutiuacan por espacio de dos años, en que padecieron tantos y tan grandes trabajos, que no se pudieran contar sin muy larga historia, y aquí se suman con la brevedad posible. Y es cierto que padecieran todo cuanto se les ofreciera, hasta morir todos ellos, ó alcanzar lo que deseaban, que era tener frailes de S. Francisco en su pueblo. Y cuando lo alcanzaron fué tanta su alegría, que olvidaron todas las angustias pasadas, y con gran contento hicieron en pocos dias un devoto monesterio y una buena iglesia de cal y canto, y están en paz y tienen doctrina. Nuestro Señor los tenga de su mano, y á todos nos dé su gloria. Amen.

CAPÍTULO LX.

De lo que padecieron los indios del pueblo de Tehuacan, por no perder la doctrina de los frailes de S. Francisco.

El pueblo de Tehuacan (como arriba en este tercero libro se hizo mencion) fué de los segundos donde poblaron los doce primeros evangelizadores, por la buena comarca que tenia de otras muchas provincias que caen algo lejos de México. Y como en aquel tiempo que poblaron no tenian ojo sino solo á la conversion de las ánimas, edificaron su monesterio en el mismo lugar á do los señores y mas principales residian, sin advertir que aquel sitio era pestífero de muy caliente y húmido, por estar en lugar bajo y en abrigo de unos grandes cerros que no dan lugar á correr algun aire saludable, á cuya causa era aquella habitacion muy enferma, y en ella apenas se criaban niños, que luego se morian los mas de ellos. Esto se echó de ver despues andando el tiempo, muy claramente, porque no iba fraile á morar á aquella casa que luego no cayese enfermo, y lo mismo experimentaban en los indios de aquel sitio, que á mucha priesa iban en diminucion, en especial por no se criar los niños chiquitos. Á esta causa los religiosos persuadieron á los principales que se mudasen á otro sitio que con mucho cuidado eligieron en lugar templadísimo, airoso y de buena tierra, donde se hacen las mejores uvas, granadas y membrillos dulces que hay en esta Nueva España, y muchos melones. Á los principales, convencidos de la sobrada razon que para ello habia, les pareció muy bien, y lo aceptaron de palabra, sin alguna contradiccion, y tomaron sus solares; mas venidos al facto de pasarse á ellos, como estaban hechos á sus casas antiguas y los indios de su natural son tardíos y flojos, y mucho mas los de tierra caliente, y por otra parte jamas les falta ocupacion en servicio de españoles, nunca acababan de menearse, sino que de hoy á mañana lo iban dilatando, cumpliendo con los frailes de sola palabra, y en esto se pasaron algunos años. Ofrecióse en el de mil y quinientos y sesenta y ocho (siendo provincial el padre Fr. Miguel Navarro), que fué necesario desamparar algunos monesterios, porque en aquel tiempo, mas que en otro, hubo mucha falta de frailes, por no haber venido en aquella sazon (como solian) de España, y acá eran pocos los que tomaban el hábito, tanto que

1568.

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