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tos mismos luego que se trata de fijar la extension de esta necesidad. Su acuerdo en efecto cesa desde el momento en que la persona cambia de domicilio; pues en este caso, si bien el mayor número sostiene todavía que debe imperar la legislacion del pais de que es natural el individuo, Boullenois, Rodenburg, Hertius, Froland, Bouhier, P. Voet, Burgundus, J. Voet, D'Argentré, Huberus, Grotius, Pothier, Merlin, Henry, Klüber y Story son por el contrario de dictámen que, salvas algunas distinciones que establecen Boullenois, Froland y Bouhier, y que los demas desechan, deben gobernar las leyes del pais, en que la persona esté actualmente domiciliada. Y es de notar que la mayoría de estos autores, y especialmente los modernos, no entienden la palabra domicilio como sinónimo de naturaleza, que es el valor que le da Foelix; sino que la entienden en la acepcion comun de la residencia en un lugar con ánimo de permanecer ó establecerse en él.

Esta disidencia es todavía mayor, aun entre los que optan por el nuevo domicilio, cuando se trata de aplicar el principio determinadamente al caso del matrimonio. En esta aplicacion, aumentan la falange de los que sostienen el principio en su acepcion absoluta Boullenois, Rodenburg y J. Voet; y aun entre los restantes, Froland, D'Argentré, Henry y Klüber sostienen que deben guardarse las leyes del últi– mo domicilio, mientras que P. Voet, Huberus, Grotius, Bouhier y Story opinan que debe prescindirse de la circunstancia de si están ó no domiciliados, y apreciarse el matrimonio con arreglo á las leyes del

pais en donde se contrae. Me reservo para mas adelante hacer la apreciacion de esta doctrina.

Despues de esta reseña, conviene echar una ojeada sobre la legislacion positiva de las naciones modernas. Como se puede suponer, á excepcion de la Inglaterra y de los Estados-Unidos, todas las demas de Europa han adoptado el principio que mas extension da á la autoridad legislativa; el cual ademas fué implantado en la mayor parte de ellas con el código civil, que Napoleon estableció con su imperio, y que ha sobrevivido generalmente á la dominacion francesa. Pero no han aceptado todas, ántes algunas han repudiado, la reciprocidad, que es la consecuencia natural de dicho principio, y la regla comun del derecho internacional moderno; y al paso que han establecido expresamente que las leyes relativas al estado y capacidad de sus súbditos les siguen por todas partes, aun cuando se hallen en nacion diversa, han ordenado tambien que el estado y capacidad de los extranjeros se han de gobernar por esa misma legislacion de los naturales, y no por la del pais á que ellos pertenezcan. Así lo establecen el código holandes, el de las Dos-Sicilias, el ruso y el de Baden, oy siempre que se trate de la validez de un convenio. El frances por el contrario, el austriaco, el prusiano, el bávaro, el belga, el sardo, el del canton de Vaud, el de Berna, el de Ginebra, el de Friburgo, el de Argovía, el reglamento de 40 de noviembre de 1834 de los Estados Pontificios, el de Polonia, el de la Luisiana, y algunas leyes mercantiles de Sajonia y Wurtemberg admiten la reciprocidad, ordenando

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implícitamente unos, y explícitamente otros, que el estado y la capacidad del extranjero deben determinarse por las leyes de su pais. El austriaco sin embargo, el prusiano, el del canton de Argovía, y el mercantil de Wurtemberg establecen varias excepciones, por las cuales se hace de mejor condicion el natural del pais en casos determinados, en que deberia aplicarse la legislacion del extranjero. En las otras naciones ademas, en que esta reciprocidad no está sancionada por la ley escrita, sino introducida tan solo por la jurisprudencia, experimenta esta doctrina las vicisitudes que son consiguientes á la índole de su base.

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Esto por lo que respecta á la fuerza y extension que debe darse á las leyes relativas al estado y capacidad de las personas, considerado en sí mismo el principio. Descendiendo á la aplicacion, y comenzando por el caso en que la persona tiene dos domicilios, nada dicen las legislaciones de Europa y América en uno ni otro sentido; y por lo mismo debe considerarse como adoptada la jurisprudencia que opta por las leyes del nuevo domicilio, ya por la autoridad de los jurisconsultos que la aconsejan, como tambien por provenir de la escuela francesa, á la que tanta preponderancia han dado la Revolucion y el Imperio, y el método y espíritu práctico que la distinguen.

Llegamos pues á nuestro caso, que es el del matrimonio. El código civil frances está terminante sobre este punto. Segun su artículo 170, el matrimonio celebrado en pais extranjero entre franceses, ó

entre un frances y una extranjera no es válido sino en cuanto, despues de guardadas las formas que se acostumbren en el pais, se hayan hecho las dos publicaciones con los ocho dias de intervalo que requiere el artículo 63, y no se haya quebrantado ninguna de las disposiciones contenidas en el capítulo que trata de las cualidades y condiciones que se requieren para contraer matrimonio. Estas disposiciones se refieren á la edad, al consentimiento, á la monogamia, al beneplácito previo de los padres, abuelos y consejo de familia, y á los grados de parentesco prohibido. A este código deben añadirse el del canton de Vaud y el de Holanda, que han adoptado el mismo derecho. Se han separado de él por el contrario, guardado silencio sobre el particular, el de Baviera, el de Austria, el de las Dos-Sicilias, el de Cerdeña, el de Rusia y el de la Luisiana. En cuanto á los Estados-Unidos y á la Inglaterra, la jurisprudencia de cuasi la totalidad de los primeros ha sancionado el principio mas liberal de gobernarse generalmente por las leyes del último domicilio todos los actos celebrados en el extranjero, y este especial del matrimonio por las del lugar en donde se haya contraido; y en la segunda, si bien imperan del mismo modo ambos principios, no se han admitido alguna que otra vez todas las consecuencias del último, declarando en cierta ocasion válido un enlace que no lo era con arreglo á la legislacion del pais en donde se habia celebrado, y negándose en otra á aplicar las leyes de sucesion de un reino respecto á bienes raices sitos en él, de acuerdo con lo determinado por

la legislacion de otro, en donde se habia verificado el consorcio, en todo lo concerniente á la legitimidad de la prole.

En tal diversidad de pareceres y de disposiciones, la cuestion subsiste toda entera en el campo de la teoría, y no admite mas razones para su resolucion que las de la conveniencia. No cabe réplica en efecto, á la razon dada por J. Voet de que las leyes de un pais, aun cuando sean de las conocidas con el nombre de personales, no pueden extender su imperio mas allá del territorio; porque es un axíoma de derecho de gentes que un Soberano no puede obligar á otro á que cumpla en sus Estados los preceptos dictados por el primero para los suyos, mientras no medie un tratado, ó sea esta la práctica general de las naciones. Ninguna de estas dos circunstancias concurren en nuestro caso; y por lo mismo puede adoptarse la resolucion que mas convenga sin el menor recelo de violar ningun derecho. Y digo que hay una libertad absoluta para tomar el partido que se estime mas justo, porque ni siquiera puede temerse la represalia en nuestro caso; pues la cuestion es de tanta trascendencia para la moral pública y el buen órden del Estado, que en ninguno de ellos se ha creido posible desentenderse del fondo de la cuestion, y concretarse solo para resolverla á una razon tan accidental y liviana como la de la reciprocidad. En el concepto, pues de que la decision puede y debe fundarse en la propia conveniencia, la cuestion podria considerarse bajo dos aspectos: uno abstracto y general, acerca de si es ó no preferible juzgar la va

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