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considerado siempre como un acto de alta magistratura familiar, ejercido segun prudente arbitrio para evitar el abuso de la potestad paterna, y los males que de él pudieran seguirse á la paz doméstica Y á la moral pública; lo cual demuestra que el asunto no corresponde al órden judicial, sino al administrativo. Así es, que desde el momento en que la ley fundamental separó estos dos ramos del poder ejecutivo, declarando que los Jueces debian limitarse á juzgar y hacer que se ejecutase lo juzgado, se atribuyó á la autoridad administrativa dicho suplemento del disenso; y este es el derecho vigente, establecido por el decreto de Cortes de 14 de abril de 1813, restablecido en 30 de agosto de 1836, y por el artículo 5.o, §. 9.° de la ley para el gobierno de las provincias de 2 de abril de 1845.

Varios Jueces de primera instancia no se creyeron privados por estas disposiciones de toda intervencion en tal materia, sino que por el contrario se consideraron autorizados para instruir las diligencias comunes en estos casos hasta ponerlas en estado de que el Jefe político pudiese dictar su fallo; y algunos avanzaron hasta suponer privativo de su jurisdiccion el acto del depósito. En lo primero no acertaron á conocer que la naturaleza del asunto les excluia de toda participacion, y que rebajaban su autoridad y su independencia aceptando el cargo de comisionados y agentes de los Jefes políticos, sujetándose como tales á recibir y cumplir sus órdenes y á ser por ellos corregidos; y en cuanto á lo segundo, confundeiron este depósito con el que en su caso ordena la autoridad

eclesiástica, sin reparar en que la necesidad de la intervencion de la judicial en este último proviene de que en él se trata de ejercer imperio sobre personas legas y aquella carece de semejante facultad, miéntras que la administrativa tiene en sí misma todo el poder necesario para hacer cumplir sus disposi

ciones.

Con arreglo á estos principios, por el ministerio de Gracia y Justicia se expidió con fecha 1.° de julio de 1846 la siguiente real órden, que se publicó en los Boletines Oficiales de las provincias:

«Enterada la Reina nuestra Señora de la comunicacion de V. E. (el ministro de la Gobernacion) de 24 de abril último, en que, para desvanecer las dudas que han ocurrido entre las autoridades judiciales y administrativas sobre la competencia en los depósitos de las jóvenes que pretenden sea suplido como irracional el disenso de sus padres, se sirvió manifestarme la necesidad de establecer reglas claras y terminantes fijando sus respectivas atribuciones, despues de haber oido sobre el particular al Consejo Real, y conformándose con su dictámen, ha tenido á bien resolver S. M. que el depósito de las mujeres menores de edad que intenten contraer matrimonio contra la voluntad de sus padres, madres, abuelos y tutores, corresponde exclusivamente á los Alcaldes como delegados de los Jefes políticos, á quienes está encomendada por disposiciones vigentes la calificacion y suplemento del disenso paterno. »>

Se ha puesto en duda si las leyes que atribuyen á la autoridad pública la facultad de suplir este disen

so son aplicables á los extranjeros en general, y á los franceses en particular. La primera razon que se alega para eximirlos de semejante intervencion es que dichas leyes son odiosas, opuestas á la moral pública, depresivas de la autoridad paterna, contrarias á la equidad é indignas de figurar en el derecho vigente de una nacion civilizada. No es difícil demostrar lo contrario.

Las leyes españolas han procurado desde su orígen que á todo matrimonio precediese siempre el beneplácito de los padres de los contrayentes; y así se halla establecido en la 8, título I, libro ш del Fuero Juzgo, 5 y 14, título 1, libro m del Fuero Real, 1 y 5, título in, partida iv y única, título vi, libro v del Ordenamiento Real. La íntima union, y aun dependencia, que ha habido siempre en España entre el derecho civil y el canónico, no ha permitido que la potestad temporal traspasase los límites de su competencia al adoptar medios coactivos para asegurar el cumplimiento de su precepto; y así es que las leyes citadas se abstuvieron cuidadosamente de hablar sobre el valor del matrimonio celebrado sin el consentimiento paterno ó beneplácito de los parientes, y castigaron solo á los trasgresores, ya con la pérdida del derecho á reclamar la legítima de la herencia paterna, ya con una multa, ó bien condenando al marido á servir gratuitamente á los parientes ofendidos. Las leyes de Toro no se apartaron de este principio capital de respetar la legislacion canónica por lo que concierne al valor intrínseco del matrimonio celebrado sin el consentimiento paterno; pero aumentaron

el rigor con que lo habian reprimido las anteriores; pues siendo este otro de los que la legislacion canónica reputa como clandestinos, quedó comprendido en la ley 49, que castiga todos los de esta clase con la confiscacion de bienes, extrañamiento perpetuo del reino, y pena de muerte al que lo quebrantase, y la facultad en los padres de desheredar á las hijas. No es pues en la legislacion antigua de España en donde pueden hallarse ni aun vestigios de las disposiciones que se censuran, sino que por el contrario reina en toda ella un espíritu tan favorable á la autoridad paterna, y aun á la intervencion de la familia en general en estos asuntos, que si algo puede echarse de ménos es la prudencia y mesura de los hombres de Estado que aconsejan abstenerse de represiones tan duras y extremadas como las últimas que hemos referido, porque sublevan contra la ley el sentimiento público de justicia si se aplican, y generalmente se elude su cumplimiento para evitar esta muda reprobacion, que es la primera á dar la conciencia de los Jueces.

Cuando aun no se habia hecho innovacion alguna en el derecho que queda expuesto, fué sancionado y admitido en España el Concilio de Trento. En el capítulo 1.o de su decreto sobre la reforma del matrimonio, establece terminantemente que los clandestinos son legales y verdaderos matrimonios miéntras la Iglesia no los declare írritos y nulos; y descendiendo inmediatamente á los que se contraen por los hijos de familia sin el consentimiento de sus padres, califica de errónea la opinion de los que afir

man que tales matrimonios no son valederos, y que los padres pueden hacerlos tales ó anularlos; añadiendo que la Iglesia no obstante, por causas justísimas, los ha detestado siempre y prohibido. El Concilio pues creyó que no debia hacer innovacion en el derecho canónico establecido; y confirmó la doctrina de que el matrimonio celebrado por los hijos de familia sin el consentimiento de sus padres, es válido por esencia, aunque pesa sobre él la mas alta reprobacion eclesiástica.

Ya se ha indicado mas arriba que en España ha sido siempre hasta supersticioso el respeto que la legislacion civil ha guardado á la canónica; y por lo mismo cualquiera reforma que se intentase acerca de los matrimonios de que vamos hablando, no podia ménos de partir de lo declarado por el Concilio. Así lo reconoció Cárlos III, que fué el primer Monarca que despues de la promulgacion de las leyes de Toro convino en la necesidad de reformar la legislacion civil sobre estos enlaces; y tan vivo era el sentimiento de religiosidad que reinaba aun en esos tiempos, que no faltó en el Consejo de Castilla quien juzgase incompetente á la potestad temporal para adoptar medidas coercitivas contra estos consorcios. La reforma sin embargo se llevó á efecto; y la pragmática-sancion de este Monarca de 23 de marzo de 1776, es sobre la que propiamente recaen las calificaciones notadas al principio.

En los puntos capitales expuestos no se separa esta pragmática de las leyes antiguas referidas. El mismo respeto se guarda en ella á la potestad de la Iglesia,

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