Imatges de pàgina
PDF
EPUB

CAPITULO CXXXIV.

Pusieron luego por obra la primera exhortacion y correccion, conviene á saber, la del Consejo de las Indias, habiendo entre sí, primero, lo que se habia de decir determinado. Entrados en él, que no fué cosa sin admiracion y nueva para el obispo de Búrgos y sus compañeros, y pedida licencia para hablar, comenzó la plática el maestro fray Miguel de Salamanca, como más antiguo y de mucha autoridad, puesto que á los demas no faltaba, é dijo: «Señores muy ilustres y reverendísimo señor, á nosotros los predicadores del Rey, nuestro señor, se nos ha certificado por personas á quien somos obligados á creer, y parece ser notorio, que en las Indias se cometen por los de nuestra nacion de España grandes y nunca otros tales vistos ni oidos males contra aquellas gentes naturales dellas, de robos y matanzas en grandísimas ofensas de Dios, y en infamia de nuestra sancta fe y religion cristiana, de donde ha procedido haber perecido infinito número de gentes, por lo cual quedan grandes islas y gran parte de tierra firme, que todas manaban, porque así lo diga, en infinidad de mortales que se han acabado, y quedan todas despobladas en ignominia grande áun de la Corona real de España; porque así lo testifica la Escritura Sagrada, que en la multitud del pueblo consiste la dignidad y honra del Rey, y en la disminucion de la gente su ignominia y deshonor por el contrario. De lo cual nos habemos maravillado, porque conociendo la prudencia y merecimientos de las personas ilustres que en este Consejo se allegan, para tratar de la gobernacion de aquellas tierras, de quien Dios parece haber, un mundo tan grande como dicen que es, fiado, y á quien han de dar dél estrecha cuenta, y, por otra parte,

entendiendo que no ha podido haber causa para que aquellas naciones, que estaban en sus tierras pacíficas sin nos deber nada, por nosotros así fuesen asoladas, no sabemos qué nos decir, ni hallamos á quien poder imputar tan inrreparables daños, sino á quien hasta hoy las ha gobernado; y porque á nosotros, por el oficio que en la corte tenemos, incumbe todo lo que fuere en ofensa y deshonor de la Divina Majestad y en daño de las ánimas impugnallo, declarallo, y en cuanto en nos fuere, exhortar con todas nuestras fuerzas hasta estirpallo, ántes que otra cosa hagamos acordamos venir á vuestras señorías y mercedes á dalles dello parte, y suplicalles tengan por bien de nos la dar de cómo se pudo haber permitido tanto mal sin remediarse, y que pues hasta hoy no se ha impedido, pues hoy con toda licencia se hace, lo manden proveer y remediar, porque, como es manifiesto, vuestras señorías y mercedes de Dios rescibirán señalado galardon, y, por el contrario, terribles tormentos no lo haciendo, pues tienen sobre sus hombros la más pesada y peligrosa carga, si bien la consideran, que hoy tienen hombres en el mundo; y tambien à vuestros señorías y mercedes suplicamos, con toda la humildad y reverencia que debemos, no atribuyan ésta nuestra venida á temeridad, sino que la resciban y juzguen con la voluntad de donde sale, que es de hacer lo que segun Dios y sus preceptos somos obligados.» Luégo, el Obispo, como más libre que los otros señores, que eran Hernando de Vega, Comendador mayor de Castilla, y D. García de Padilla, que habia venido con el rey de Flandes, hijo ó nieto del Adelantado de Castilla y letrado, y el licenciado Zapata, y Pedro Mártir, el que escribió, como arriba dije, las Décadas, y Francisco de los Cobos que servia de Secretario, y que entonces comenzaba á ser algo, respondió, no con tanta humildad como su dignidad episcopal requeria y merecia la demanda que los predicadores propusieron, sino con grande autoridad, y magestad, y enojo, como si llegaran en el tiempo de los gentiles á derrocar el templo de Apolo, respondió: «Grande ha sido vuestra presuncion y osa

día venir á enmendar el Consejo del Rey; por ahí debe de andar Casas. ¿Quién os mete á los predicadores del Rey en las gobernaciones que el Rey hace por sus Consejos? No os dá el Rey de comer para eso, sino para que le prediqueis el Evangelio.» Respondió el doctor de La Fuente, no con ménos autoridad y libertad que el Obispo, y como si fuera su superior: «No anda señor por aquí Casas, sino la casa de Dios, cuyos oficios tenemos y por cuya defensa y corroboracion somos obligados y estamos aparejados á poner las vidas; ¿parece à vuestra señoría ser presuncion que ocho maestros en teología, que pueden ir á exhortar á todo un Concilio general en las cosas pertenecientes á la fe y regimiento de la universal Iglesia, vengan á exhortar á un Consejo del Rey? nosotros podemos venir á exhortar los Consejos del Rey de lo que mal hicieren, porque es nuestro oficio de ser del Consejo del Rey, é por ésto venimos señores aquí á os exhortar y requerir que enmendeis lo muy errado é injusto que se comete en las Indias en perdicion de tantas ánimas y con tantas ofensas de Dios, y sino lo enmendáredes, señores, predicaremos contra vosotros, como contra quien no guarda las leyes de Dios, ni hace lo que conviene al servicio del Rey; y ésto es, señores, cumplir é predicar el Evangelio. » Quedaron como pasmados, mirándose unos á otros, de ver la autoridad y osadía del doctor de La Fuente, y harto más blandos todos que habia mostrado el señor Obispo, y con ménos dureza de la que antes tenian; y, acabado el doctor, tomó la mano D. García de Padilla, y dijo: « Este Consejo hace lo que debe, y ha hecho muchas provisiones muy buenas para el bien de aquellas Indias, las cuales se os mostrarán, aunque no lo merece vuestra presuncion, para que veais cuánta es vuestra temeridad y soberbia.» Torna el mismo doctor de La Fuente, y dice: «Mostrarse nos han señores las provisiones hechas, y si fueren justas y buenas loallas hemos, y si malas é injustas dallas hemos al diablo y áun á quien las sustentare y no las enmendare, con ellas, y no creemos que vuestras señorías y mercedes quereis ser destos.» Estando para

se salir comenzaron los del Consejo á blandear y disimular la cólera del doctor de La Fuente y de los demas, que mostraron sentirse del mal tractamiento que dello rescibian, y pasadas muchas razones de una parte y de otra, finalmente, concluyeron los del Consejo diciéndoles suavemente que holgaban de les mandar mostrar las provisiones que estaban hechas y se hacian para el remedio de las Indias, y vistas diesen su parecer cerca dellas, y que holgarian de rescibillo, y para ésto se volviesen otro dia. Vueltos á ello, rescibiéronlos con mucha cortesía y benevolencia, y mandaron que se les leyesen muchas provisiones y Cédulas que en los tiempos pasados y en los presentes habian hecho, como las leyes que referimos arriba en el cap. 8.° y los siguientes, y otras instrucciones y mandamientos que mandaban tratar bien los indios, estantes, las cuales habian perecido y perecian innumerables cada dia; y pensaban los tristes que con ellas cumplian, no quitando la raíz de la tiranía que los mataba, que era las encomiendas, como cada dia tuviesen relacion, poca que mucha, de religiosos, y mayormente del clérigo Casas, que con gran libertad los acusaba, y molestaba, y confundia, y daba malas cenas y peores comidas sobre ello, como quien estaba cierto que ninguno le podia contradecir la verdad que afirmaba y defendia, á quien eran obligados á creer aunque fuera sólo, al menos hasta lo inquirir: cuanto más que sabian el crédito que el Cardenal le habia dado y lo que por su informacion habia proveido; item, los clamores que habian oido de los padres fray Pedro de Córdoba, sancto varon, y fray Antonio Montesino; item, por las rentas del Rey podian entendello, pues que vian cada dia disminuirse, y, finalmente, lo sabian y lo creian, pero era tanta su ceguedad que no les dejaba advertillo; y porque de todo ésto estaban informados los predicadores del Rey por el Clérigo, y, principalmente, como por razon natural y por experiencia se sabia no aprovechar ni ser posible remediarse ni dejar de morir los indios con cuantas provisiones ni leyes se hiciesen, aunque, como solia el Clérigo decir, se pusiese una horca á la puerta de

cada español para que, muriéndose el indio, le ahorcasen á él, no bastaria por sus innatas y rabiosas cudicias que cesasen de morir, si no los sacaban de su poder como incurable y ponzoñosa raíz. Oidas todas las que les quisieron leer, pidieron los predicadores tiempo para decir su parecer, y así se despidieron.

« AnteriorContinua »