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CAPITULO CXLVII.

Referidos los males y testimonios falsos, y dadas las razones que por falsos los declaran, con que Oviedo todas estas gentes de todo este orbe ha infamado y aniquilado temerariamente delante todo el mundo, tornando á nuestra Historia, diremos las cosas, demás de las dichas, que estando todavía el Rey en Barcelona en este año de 519, acaecieron; y una dellas fué otro terrible combate que se le ofreció al susodicho clérigo Bartolomé de las Casas, y la victoria que con el favor divino y con la fuerza de la verdad que traia y defendia consiguió dél. Esto acaesció desta manera: el obispo don fray Juan Cabedo, primer obispo del Darien, de quien algunas veces arriba hemos hablado, acordó de ir á la corte, no supe á qué fin, no al ménos para remedio de las tiranías y perdicion que padecian sus ovejas, segun por algunas de sus palabras se pudo conjeturar; el cual, salido del Darien vino á dar á la isla de Cuba, donde andaba ya la frecuencia de las quejas del clérigo Casas, que trabajaba de libertar todos los indios, quitándolos á los españoles, estimándole por ello por destruidor de tantos hidalgos que con los indios se mantenian y de enemigo de su nacion; díjose despues, que oido ésto en Cuba, con lo que él tambien habia oido en el Darien contra el Clérigo, se ofreció á hacer que lo echasen de la corte. Tambien se presumió que Diego Velazquez le habia untado las manos ayudándole para el camino, porque como era el Obispo persona de mucha autoridad, sin que fuera Obispo, en especial siendo solemnísimo predicador, esperando que le podia en la corte con el Rey nuevo, que era el Emperador, en sus negocios ayudar, mayormente habiéndosele alzado Hernando Cortés con su armada, y la tierra y señorío de la Nueva España que tan copiosa muestra habia dado de tan grandes

riquezas, y con la esperanza que habia cobrado de ser en ella muy gran señor, como de cierto lo fuera si Cortés no le hurtara la bendicion. Así que, llegado el Obispo de tierra firme á la corte, que á la sazon, segun ha parecido, estaba en Barcelona, puesto que por la pestilencia que en la ciudad sobreviniera, el Rey estaba en un lugar muy fresco, llamado Molin de Rey, tres leguas de la ciudad, y todos los Consejos y los grandes á legua y á media legua, otros más y otros ménos, por lugarejos y fortalezas por allí al rededor, el Obispo se aposentó en uno de aquellos lugares como mejor pudo; venia de cuando en cuando á comer con el obispo de Badajoz, por haber sido ambos predicadores del Rey en un tiempo, á tractar de sus negocios, posaba el obispo de Badajoz un cuarto de legua, en una torre y casa de placer de Molin de Rey, donde el Rey estaba aposentado. Un dia vino el dicho Obispo de tierra firme á palacio, que fué la primera vez que el clérigo Casas supo que era venido; como lo vido el Clérigo en la cuadra donde el Rey come, y preguntado quién era aquel tan reverendo fraile, dijeronle que era obispo de las Indias. Llegóse á él, y díjole: «Señor, por lo que me toca de las Indias, soy obligado á besar las manos de vuestra señoría.» Preguntó á Juan de Samano, que despues fué secretario de las Indias, con quien el Obispo estaba hablando: "¿Quién es este padre?» Samano respondió: «Señor, el señor Casas. El Obispo, no con chica señal al menos de arrogancia, dijo: «¡Oh señor Casas, y qué sermon os traigo para predicaros!» Respondió Casas, no muy amedrentado, ántes con alguna colerilla: «Por cierto, señor, dias há que yo deseo oir predicar á vuestra señoría, pero tambien à vuestra señoría certifico que le tengo aparejados un par de sermones, que si los quisiere oir y bien considerar, que valgan más que los dineros que trae de las Indias.» Respondió el Obispo: «Andais perdido, andais perdido. » Dijo Samano: «Señor, del señor Casas y de su intencion, todos estos señores están satisfechos, ésto decia por los del Consejo. Añidió el Obispo una palabra harto indigna de Obispo, «que con buena inten

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cion podia cometer cosa deshonesta, que fuese' pecado mortal.. Oida la torpe sentencia, el Clérigo conmovido, con alguna alteracion determinó de le responder juxta stultitiam, que lo entendieran cuantos en la cuadra habia; abrieron la puerta de la cámara del Rey, donde estaba en Consejo, y salió el obispo de Badajoz, á quien esperaba el de tierra firme para se ir á comer con él, y así no tuvo lugar el Clérigo de le lastimar con su respuesta. Visto el Clérigo que se iba á comer con el obispo de Badajoz, y que podia dañalle los negocios, como el de Badajoz fuese de mucho crédito cerca del Rey, y hasta allí siempre hobiese al Clérigo favorecido, acordó de se despachar luégo é irse al castillo donde posaba el obispo de Badajoz, y hallólos sobre comida. Acaesció haber comido allí el almirante D. Diego Colon, segundo de las Indias, y D. Juan de Zúñiga, hermano del conde de Miranda, que despues fué ayo del rey D. Felipe, siendo Príncipe; y sobre comer el obispo de Badajoz y el Almirante, jugaron á las tablas, pasando por recreacion un poco de tiempo, mientras se hacia hora de ir á palacio el Obispo. En ésto entró el Clérigo, y estando mirando todos el juego, cierta persona que habia estado en esta isla hablaba con el Obispo de tierra firme, diciendo que se habia hecho trigo en esta isla; el Obispo de tierra firme, afirmaba que no era posible. El Clérigo llevaba en la bolsa ciertos granos de muy buen trigo, de ciertas espigas que habian nacido debajo de un naranjo en la huerta del monasterio de Sancto Domingo desta ciudad, y dijo con toda reverencia y mansedumbre: «Por cierto, señor, yo lo he visto muy bueno en aquella isla, y pudiera decir, veíslo, aquí lo traigo conmigo. El cual, así como oyó hablar al Clérigo, con sumo inflamento menosprecio é indignacion, dijo: «¿Qué sabeis vos? ésto será como los negocios que traeis, ¿vos qué sabeis de lo que negociais?» Respondió el Clérigo modestamente: «¿Son malos ó injustos, señor, los negocios que yo traigo?» Dijo él: «¿Qué sabeis vos ó qué letras y ciencia es la vuestra, para que os atrevais á negociar los negocios?» Entonces el Clérigo, tomando un poco de más licencia, mirando siempre de no enojar al obispo

de Badajoz, respondió: «Sabeis, señor Obispo, cuán poco sé de los negocios que traigo, que con esas pocas de letras que pensais que tengo, y quizá son ménos de las que estimais, os porné mis negocios por conclusiones, y la primera será: que habeis pecado mil veces, y mil y muchas más por no haber puesto vuestra ánima por vuestras ovejas, para librallas de las manos de aquellos tiranos que os las destruyen. Y la segunda conclusion será, que comeis sangre y bebeis sangre de vuestras propias ovejas. La tercerá será, que sino restituis todo cuanto traeis de allá, hasta el último cuadrante, no os podeis más que Judas salvar.» Desque vido el Obispo, que por las veras no podia mucho con el Clérigo ganar, comenzó á echarlo por burlas y mofar, riéndose y escarneciendo de las saetadas que el Clérigo le daba. El Clérigo, todavía, teniendo el rigor de las veras, díjole: «¿Reisos, señor? debíades de llorar vuestra infelicidad y de vuestras ovejas.» Dijo el Obispo: «Sí, ahí tengo las lágrimas en la bolsa.» Respondió. el Clérigo: «Bien sé que tener lágrimas verdaderas de lo que conviene llorar, es don de Dios, pero debíades de, sospirando, rogar á Dios que os las diese, no sólo de aquel humor que llamamos lágrimas, pero de sangre que saliese del más vivo del corazon, para mejor manifestar vuestra desventura y miseria y de vuestras ovejas.» En todo ésto callaba el obispo de Badajoz, pasando con su juego de las tablas adelante, donde parecia que se holgaba de lo que pasaba, y con ésto el Clérigo tomaba favor para confundir al Obispo y á su insensibilidad, porque á la primera palabra que el de Badajoz dijera, no hablara el Clérigo más, por no enojallo y perder su favor como lo tuviese ganado. Pasado lo que está dicho, atajó lo demas el obispo de Badajoz, diciendo: «No más, no más.» Entónces habló el Almirante y el D. Juan de Zúñiga en favor del clérigo Casas; el Almirante, refiriendo lo que sentia del Clérigo y de sus negocios y buena voluntad, que lo cognoscia más, y D. Juan de Zúñiga, segun la noticia que dél tenia por oidas. Ello todo así, asosegado el Clérigo, desde á un rato fuése á su posada.

CAPITULO CXLVIII.

El obispo de Badajoz, desque fué hora de ir á palacio (porque como el Rey comenzaba entónces á reinar eran frecuentes los Consejos que se tenian, en especial de Guerra y del Estado), fuése y dijo al Rey todo lo que habia entre el Obispo y el Clérigo pasado, diciendo «holgárase Vuestra Alteza de oir lo que dijo micer Bartolomé al Obispo de tierra firme, sobre las cosas de las Indias, acusándole que no habia hecho con los indios, sus ovejas, como debia, segun buen pastor y Prelado. Oido ésto, el Rey mandó que los amonestasen, que para el tercero dia pareciesen ante su Real acatamiento, porque los queria oir á ambos, y como á persona que le tocaban las cosas de las Indias, mandó que tambien se hallase presente el Almirante. Acaesció en estos dias que vino allí un religioso de Sant Francisco, que habia estado en esta isla Española, y visto algunos de los malos tractamientos que se hacian á los indios, causa de la disminucion dellos; este religioso, por lo que habia oido del Clérigo, y de los negocios que tractaba y del fin que pretendia, deseaba vello y conocello, y así lo anduvo á buscar y vino á él en aquel lugarejo donde el Rey estaba, diciendo: «Señor yo he sabido los negocios y pasos en que andais, que son de apóstol verdadero; yo he estado en las Indias y he visto los males y daños que aquellas miserables gentes padecen, y ved en qué os puedo ayudar» y áun en la misma casa y á la misma hora que descendia de la brega que habia con el Obispo pasado lo fué á hallar. El Clérigo lo abrazó y dió las gracias por el consuelo y ofertas que le daba. Desde allí predicaba en la Iglesia del pueblo, que no era de más de treinta casas, y cuasi las palabras se oian en palacio, y, como no habia más de una iglesia, todos los

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