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XIV

otros. Dictaminar, que se usa aquí, en Chile, y probablemente en las otras Repúblicas, ha corrido peor suerte. Hace cuarenta años que le recomendó Salvá y le acogió en su Diccionario: nuestra Academia le propuso, y lejos de ser aceptado, fué excomulgado nominatim en la Gramática (1880; pág. 280), donde se le calificó de “invención moderna, á todas luces reprensible." Igual censura mereció presupuestar, y Juan de Arona se burla de él, teniéndole por "grosero, bárbaro, rudo verbo." No le defenderemos, ciertamente; pero el hecho es que corre, por lo menos, aquí, en el Perú y hasta en España, y acaso llegue á encajarse en la lengua. El participio irregular presupuesto ha venido á convertirse en un sustantivo de grande importancia para todos: su origen de presuponer casi está olvidado, y con un paso más salió de él un verbo que no se parece al otro, y equivale á "hacer ó formar un presupuesto." Ni tampoco es caso único en nuestro idioma. De exento, participio irregular de eximir, y al mismo tiempo sustantivo, ha salido el verbo exentar; de sepulto (irr. de sepelir, ant.) sepultar; de expulso (irr. de expeler) expulsar; de injerto (irr. de ingerir, y sustantivo) injertar. Entre nosotros, el vulgo ha llegado á sacar de roto (irr. de romper) rotar, que la gente educada nunca usa, si bien cuenta con análogos en derrotar (disipar, romper, destrozar), y malrotar (disipar, destruir, malgastar la hacienda ú otra cosa). Con el tiempo, alguno de estos verbos americanos entrará al Diccionario en pos de traicionar; y cuando esté legitimado, los pósteros se admirarán de nuestros escrúpulos, como ahora nos admiramos nosotros de los del autor del Diálogo de la Lengua.

En último caso, y aun tratándose de verdaderos disparates, esa conformidad en disparatar es punto digno de estudio. Cabe menos aquí el acuerdo, y habremos de ocurrir, ya que no al arcaísmo ó á la herencia común, por lo menos á alguna razón fonética, á predisposición particular de los hispano-americanos, ó á cierta modificación de sus órganos vocales. General es la dulzura y suavidad del habla, particularmente en el sexo femenino; y tanta, que si en unos sujetos es agradable, en otros llega á ser empalagosa. No sé si la exageración de esta cualidad ó la constelación de la tierra, que influye flojedad, nos hace tan amigos de la sinéresis; porque, á lo menos para nosotros, es más suave y cuesta menos trabajo pronunciar leon, que le-ón; páis, que pa-ís; ói-do, que o-i-do; cre-ia, ve-ia, que cre-í-a, ve-í-a. A-ho-ra se convierte á cada paso en aho-ra, y aun o-ra: no hay para nosotros c ni z, todo es s, letra que pronunciamos con suma suavidad; y prodigamos, á veces hasta el fastidio, los diminutivos y términos de cariño. Es un hecho, que

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la pronunciación de los españoles recién llegados, y sobre todo la de las españolas, nos parece áspera y desagradable, por más que la reconozcamos correcta. Pasados algunos años, raro es quien no la suaviza, y entonces la encontramos sumamente agradable. Esta tendencia de la lengua á modificarse en América es digna de estudio; lo mismo que la causa de los trastrueques, supresiones y añadiduras de letras, cuando son comunes á diversas regiones.

Ninguna investigación puede ser fructuosa sin la previa reunión de los vocabularios particulares de todos los pueblos hispano-americanos: faltando algunos, pierde el conjunto su fuerza, la cual resulta del apoyo que las partes se prestan mutuamente. El material está incompleto: no hay datos suficientes para juzgar. A cada nación toca presentar lo suyo; algunas así lo han hecho ya: nosotros permanecemos mudos. Si pretendemos tener parte en la lengua, si queremos ser atendidos, preciso es que reunamos nuestros títulos y los presentemos á examen: de lo contrario, el mal no será únicamente para nosotros, que merecido le tendríamos, sino que, privando de una parte al conjunto, le debilitaremos, y en fin de cuentas, perjudicaremos á nuestra hermosa y querida lengua castellana. Difícil es, en verdad, el trabajo, y más propio de una sola persona, para que haya perfecta unidad en el plan y en la doctrina; mas como tal persona no se ha presentado hasta ahora, esta Academia tiene que acudir á la necesidad. No debe aspirar desde luego á mucho, porque no alcanzará nada; y ser remota la esperanza de llegar felizmente al fin, no es razón para dejar de poner los medios. El soldado está obligado á pelear como bueno; no á vencer. La Academia puede publicar sucesivamente en sus Memorias lo que vaya recogiendo, y allí quedará para que ella misma, ó quien quisiere, lo aproveche después.

De los dos métodos adoptados para formar los Diccionarios de Provincialismos parece preferible el que no se ciñe á la forma rigurosa de Diccionario, es decir, el adoptado por Rodríguez y Arona, á imitación del de Baralt. Permite explicaciones y observaciones que no caben en la estrechez de una pura definición, y aun reminiscencias ó anécdotas que contribuyen grandemente al conocimiento del origen, vicisitudes y significado de las voces: se presta asimismo á dar cierta amenidad relativa á un trabajo árido de suyo, con lo cual se logra mayor número de lectores, y es mayor el beneficio común.

Sea cual fuere el plan, en la ejecución nunca debe olvidarse que un Diccionario de Provincialismos no es un Diccionario de la Lengua. Es

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te pide suma severidad en la admisión de artículos, como que van á llevar el sello de su legitimidad: el otro debe abarcarlo todo; bueno ó malo, propio ó impropio, bien ó mal formado; lo familiar, lo vulgar y aun lo bajo, como no toque en soez ú obsceno; supuesto siempre el cuidado de señalar la calidad y censura de cada vocablo, para que nadie le tome por lo que no es, y de paso sirva de correctivo á los yerros. Tal Diccionario debe reflejar como un espejo el habla provincial, sin ocultar sus defectos, para que conocidos se enmienden, y no se pierda el provecho que de ellos mismos pudiera resultar. No es que todo se proponga para su admisión en el cuerpo de la lengua. La Real Academia, como juez superior, tomará, ahora ó después, lo que estime conveniente: lo demás servirá para estudios filológicos y como vocabulario particular de una provincia.

Esta palabra, respecto al caudal de la lengua castellana, significa en América una nación hija de la Española, y que antes fué parte de ella. Estas naciones se subdividen á su vez en provincias, que tienen sus provincialismos especiales. A los habitantes de la capital nos causan extrañeza el acento y fraseología de los naturales de ciertos Estados, y no entendemos algunos de los vocablos que ellos usan. En Veracruz, por ejemplo, es bastante común el acento cubano: en Jalisco y en Morelos abundan más que aquí las palabras aztecas: en Oajaca algo hay de zapoteco y también de arcaismo: en Michoacán son corrientes voces del tarasco: en Yucatán es muy común entre las personas educadas el conocimiento de la lengua maya y el empleo de sus voces, porque aquellos naturales la retienen obstinadamente, y casi la han impuesto á sus dominadores. Los Estados fronterizos del Norte se han contagiado de la vecindad del inglés, y en cambio han difundido por el otro lado regular número de voces castellanas, que nuestros vecinos desfiguran donosamente, como puede verse en el Diccionario de Americanismos de Bartlett. En general, las provincias, mientras más distantes, más conservan del lenguaje antiguo y de las lenguas indígenas que en cada uno se hablaron. Todos estos provincialismos particulares tienen que venir á incorporarse en nuestro proyectado vocabulario; siempre con la correspondiente especificación del lugar donde corren.

Con el idioma hablado sucede en México lo mismo que ha sucedido en España. Ya hemos visto que allá se perdió buena parte de él, antes que hubiese Diccionario: lo que vino á refugiarse aquí también se ha ido perdiendo por falta de registro en que se conservara. La pérdida de lo que aún se conserva será, pues, definitiva é irreparable, si no se

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evita con la pronta formación del Diccionario de Provincialismos. La destrucción es tan rápida, que los que hemos llegado á edad avanzada podemos recordar perfectamente voces y locucioncs que en la época, por desgracia ya lejana, de nuestra niñez eran muy comunes, y hoy han desaparecido por completo.

Difícil es reunir los provincialismos; pero mucho más autorizarlos. Los buenos escritores procuran mantenerse dentro de los límites del Diccionario de la Academia: los malos tratan de imitarlos, pero con tan poco acierto, que cerrando con afectación la puerta á voces nuevas y aceptables, ó usándolas mal, la abren ancha á la destructora invasión del galicismo. Aquellos nos dan muy poco: éstos no tienen autoridad. En todo caso, como el lenguaje hablado no se halla en libros graves y con pretensiones de eruditos, á otros recursos hay que apelar.

Nada se ha hecho todavía entre nosotros para colegir el folk-lore, como ahora se llama á la sabiduría popular, es decir, la expresión de los sentimientos del pueblo en forma de leyendas ó cuentos, y particularmente en coplas ó cantarcillos anónimos, llenos á veces de gracia y á menudo notables por la exactitud ó profundidad del pensamiento. Una colección de esta clase sería inestimable para nuestro libro: no habiéndola, hemos de ocurrir á la novela, y á las poesías llamadas populares, aunque de autores conocidos y no salidos del pueblo. La novela ha alcanzado poca fortuna entre nosotros, aunque no faltan algunas que nos ayudarían. Cuando buscamos el lenguaje vulgar hablado no debemos despreciar verso ó prosa, por poco que valga literariamente: antes esos escritos, por su mismo desaliño, nos ponen más cerca de la fuente, como que excluyen todo artificio retórico, y toda tentativa de embellecimiento, que para nuestro objeto sería más bien corrupción. Por desacreditado que esté el lenguaje de la prensa periódica, no hay tampoco que hacerle á un lado. En el periodismo antiguo, más seguro en esa parte, no faltará cosecha: sirvan de ejemplo las Gacetas de Alzate. El moderno puede darnos comprobación del uso, bueno ó malo, de ciertas voces; y no olvidemos que para nuestro intento no necesitamos tanto de autoridades de peso que decidan la admisión de un artículo en el Diccionario de la Academia, aunque no estarían de sobra, cuanto de comprobantes del uso.

Si queremos remontarnos más é ir á rebuscar en el lenguaje de los conquistadores, habremos de ocurrir á los documentos primitivos. Las Historias formales no nos darán acaso tanto como deseáramos, porque sus autores procuran atildarse; la mejor mies se hallará en los innume

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rables documentos que existen en forma de cartas, relaciones, pareceres y memoriales, en que no se ponía tanto cuidado, porque sus autores, á veces indoctos, no se imaginaban que aquello llegaría á andar en letras de molde. Pero lo más útil en ese género está en los Libros de Actas del Ayuntamiento de México, que por fortuna se conservan sin interrupción desde 1524. En el Cabildo entraban los vecinos principales de la capital; y salvo algún licenciado, los demás no eran hombres de letras. Sus acuerdos versaban casi siempre sobre asuntos comunes de la vida ordinaria; y por costumbre, tanto como por necesidad, tenían que usar el lenguaje ordinario de su época.

Reconstruir hasta donde sea posible el idioma de los conquistadores, que debe conservarse como oro en paño, según la atinada expresión de Cuervo; seguir los pasos á la lengua en estas regiones; presentar lo que aquí ha conservado ó adquirido; señalar los yerros para corregirlos y aun aprovecharlos en ciertas investigaciones; prestar ayuda á la formación del cuadro general de la lengua castellana; tal debe ser el objeto de un Diccionario Hispano-Mexicano. De la utilidad de la obra nadie puede dudar: materiales para ella no faltan: á la Academia toca poner los mejores medios para ejecutarla, ó prepararla siquiera.

JOAQUÍN GARCÍA ICAZBALCETA.

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