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En el sesto se hallaba sepultada María Teresa, infanta de España, mujer de Luis XIV.

El sétimo hueco estaba ocupado por el cadáver del Gran Delfin.

Y á la entrada de este panteon se advertia el nicho del rey Luis XV, el cual estaba colocado allí, segun lo exigia el antiguo ceremonial de Francia, esperando á su su

cesor.

En esta real abadía habia sepultados otros príncipes y princesas, como asimismo infantes de uno y otro sexo, que seria demasiado prolijo si hubiéramos de nombrar á cada uno de ellos.

Ahora, prescindiendo de otras grandezas y pormenores de esta magnífica basílica, que omitimos en gracia de la brevedad, vamos á tratar del célebre y suntuoso entierro del rey Carlos VIII, que fué trasladado á Paris desde Ambosia y despues á esta abadía.

Escribe Roberto Gaguino (que es el autor que más hemos consultado), tratando de la pompa funeral de este soberano, que su entierro fué el mas solemne que han tenido los reyes cristianísimos. No referirémos nosotros tan larga y vistosa procesion, en que iban diferentes órdenes mendicantes y monacales, maestros de las universidades, consejos, regidores de la ciudad de Paris, grandes de la córte, y soldados á pie y á caballo arrastrando banderas, é infinidad de pobres con hachas encendidas. Dicen algunos historiadores, que con estar el monasterio de San Dionisio entonces legua y media distante de París, llegaba el cortejo fúnebre á la abadía cuando la comitiva aún no habia salido de la ciudad.

En aquellos tiempos habia en Francia una ceremonia en el entierro de los monarcas, y esta consistia en que, cuando llegaban los ministros del rey junto al sepulcre, luego que metian en él al soberano, los reyes de armas dejaban sus escudos; todas las justicias, sus varas; los consejeros de la corona y oficiales del rey, las insignias con que estaban condecorados, postrándolas delante de la régia sepultura; y despues de verificada esta ceremonia, el que llevaba el estoque real decia ¡viva el rey! y entonces todos volvian á tomar las varas y las condecoraciones que habian renunciado. La grandeza llevaba en unas andas el féretro del rey, los ciudadanos su imágen, costosamente vestida de manto y corona.

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En el entierro del monarca de que tratamos, era el busto muy parecido, y en todos llevaba la figura en la mano derecha el cetro, y en la izquierda una mano que los franceses denominaban Justicia, estendidos los dedos, y el índice y el de enmedio y la mano del cetro iban mas levantados, y en el dedo puesto un anillo de oro. Habia antiguamente una cruz en el camino de la abadía, á donde salian los monges de San Dionisio en devota y fúnebre procesion, y en aquel lugar los ministros del rey entregaban á los monges la estátua real, verificándose las ceremonias acostumbradas.

Acerca de estos despojos, dice Renato Chopino, título 2, núm. 23, en su Libro monástico, que el caballerizo mayor, cuando se enterró Cárlos VIII, pretendia que la imágen del rey, sus joyas y vestiduras, como tambien las andas de marfil en que le llevaban á palacio, con todo el aparato real, fuesen derechos que debian dejarse á su oficio; pero que los morjes se opusieron á ello, probando ser costumbre antiquísima el que se adjudicasen al monasterio. La súplica de uno y de otros se elevó al Parlamento, cuya asamblea decretó que quedasen para la abadía, conforme se habia hecho otras veces.

Despues se abolió el llevar la estátua del rey en los entierros, y únicamente se colocaba un bellísimo catafalco en medio de la basílica, perfectamente iluminado, cubierto con un gran manto de oro mortuorio el féretro de los monarcas. Oficiaba la misa el arzobispo de Paris, y en su defecto otro prelado, y concluida, empezaba el ceremonial del entierro. Entonces, los heraldos tomaban los cogines de terciopelo carmesí en donde estaban colocados el cetro, la corona y la mano de la justicia, y hacian la ceremonia de presentarlos á los sucesores en el trono. Inmediatamente despues se aproximaban los gentiles-hombres de cámara, y tomando el ataud sobre sus hombros, lo conducian hasta el nicho que debia ocupar. Una vez allí, el rey de armas llamaba a los heraldos, segun la fórmula, para que desempeñasen su mision.

Los heraldos, que eran cinco contando con el rey de armas, iban llegando por su turno, llevando en la mano cada cual lo que le estaba designado.

El primero llevaba las espuelas; el segundo, el guantelete; el tercero, el escudo; el cuarto, el almete; y finalmente, el quinto, la cota de armas. En seguida llamaba al

escudero que llevaba la bandera, al que seguian los capitanes de suizos y arqueros de la guardia y doscientos gentiles-hombres de casa.

Seguian despues el primer escudero, llevando la espada real, y el gran chambelan, que llevaba la bandera de Francia, y en seguida el mayordomo mayor, por delante del cual iban pasando los demás, echando sus bastones blancos en el nicho y saludando á los príncipes herederos, á quienes se les presentaba el cetro, la corona y la espada de la justicia, á medida que iban desfilando. Ultimamente, los príncipes representantes á su vez tambien depositaban aquellos atributos de la majestad en el nicho. Entonces el rey de armas gritaba tres veces: El rey ha muerto. ¡Viva el rey!

El rey ha muerto. ¡Viva el rey!
El rey ha muerto. ¡Viva el rey!

Este grito era repetido otras tres veces por el heraldo que estaba en el coro.

Ultimamente, el mayordomo mayor rompia su baston, en señal de que la casa real habia concluido.

En este momento sonaban los clarines y trompetas, dejándose sentir entre el estrépito los acordes melodiosos del órgano. Y las campanas de la gigantesca torre de la abadía daban un clamor continuado.

Mientras tanto las sillas del coro se veían ocupadas por los monges con cirios en las manos.

Profanacion de las régias tumbas.

En 1794 consintió el Gobierno que habia entonces en Francia hacer la exhumacion de los cadáveres de la real abadía de San Dionisio, acto que mas tarde los patriotas denominaron Franciada. El ódio que el pueblo habia concebido contra Luis XVI, hizo rodar sobre el patíbulo la cabeza del rey tal vez mas inocente. Ni aun el cadalso elevado en 16 de enero bastó á aplacar sus iras, pues estas alcanzaron hasta los reyes de su raza: tratóse de perseguir á la monarquía hasta en su orígen, y á los reyes hasta en el silencio de sus tumbas, arrojando al aire las cenizas de cien monarcas que habian llenado la historia francesa de hechos gloriosos.

El anti-monarquismo no solo tendia á la estincion de los sepulcros, mas tambien á despojar á las reales momias de sus albajas y de los tesoros que suponian enterrados

con ellas; y esta idea de ambicion atrajo á las turbas á la iglesia de San Dionisio, porque fué la voz que se corrió para llevar adelante una determinacion tan atroz y bárbara.

El resultado fué, que el pueblo se lanzó amotinado sobre la abadía, destruyendo, en dos solos dias, cincuenta y un sepulcros, turbando la paz á los muertos; es decir, borrando la historia de doce siglos.

El Gobierno acudió tarde á remediar lo que á toda costa pudo haber evitado, si en ello hubiera tenido interés. Mandó, sí, reparar las tumbas, con el objeto de heredar algo de la monarquía que acababa de destruir con la decapitacion de Luis XVI, su último representante; pero, una vez conseguido, tratóse de estinguir hasta su nombre augusto. Las páginas del libro de cuarenta siglos fueron arrancadas en breves horas.

Se mandó abrir una zanja profunda, igual á la de los pobres que se sepultaban de misericordia, y en la que debian vaciarse los huesos de los soberanos que habian elevado á la Francia á la categoría de una de las primeras naciones del mapa, desde los dias del reinado del gran Dagoberto, hasta el trono de Luis XV, dando con esto una entera satisfaccion al pueblo, alegría á aquellos legisladores, jurisconsultos y periodistas llenos de codicia, deslumbrados con la revolucion, que ignoraban hasta qué punto la conducian y á qué manos iban á entregar su patria, y sobre todo, triunfo á gentes que no saben crear

siempre destruir. Empero prescindamos de males que tambien lamentamos nosotros en Poblet y en San Juan de la Peña, y vamos á tratar de la exhumacion de los cadáveres que existian en la abadía de San Dionisio, y trasladé~ monos con lágrimas á aquella insigne basílica en el sábado 12 de octubre, en aquel dia tremendo en que se instruia el proceso de la infeliz reina María Antonia, la nieta de María Teresa de Austria, la que á pesar del poderío de la córte de Pedro el Grande y de Catalina II, y de la liga de otras naciones, el 16 á las once de la mañana sentaba ya su régia huella sobre la plataforma del patíbulo. En aquel dia se abrió el panteon donde reposaban los Borbones, por la parte que daba ingreso á las capillas subterráneas, empezando por sacar el ataud donde estaba el rey Enrique IV, que hacia cerca de dos siglos que se habia enterrado. Su cuerpo apareció entero, notándose

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le las facciones del rostro con distincion perfecta y con gran semejanza al retrato que de él hizo el famoso Rubens. Este rey fué muy amado de su pueblo, y cuando le descubrieron de entre el sudario en que estaba envuelto, prorumpió en aclamaciones la multitud, dejándole arrimado al pilar del coro, no sin haber esperimentado alguna profanacion entre los aplausos. Estaba vestido de ropilla y de tonsa de terciopelo negro, con medias de seda y zapatos del mismo color; encanecido el cabello y la barba, que le llegaba hasta el pecho: todo lo que revelaba un aspecto severo. Cundió por todo Paris el estado maravilloso en que aquella real momia se encontraba, y todo el pueblo fué á verla, movido de curiosidad.

Dias despues empezaron las escavaciones: el segundo cadáver que sacaron fué el de su hijo Luis XIV, el cual apareció calcinado, enteramente renegrido, pero se le distinguian las facciones. Luego estrajeron los féretros de María de Médicis, de Ana de Austria, de María Teresa y del Gran Delfin, los cuales estaban en un estado de putrefaccion líquida y repugnante. Luego rompieron el nicho de Luis XV, cuya caja fué abierta, hallando el cadáver envuelto en un sudario sujeto con grandes fajas ó ligaduras, conforme se usaba antiguamente: lo despojaron de aquel envoltorio, y apareció una especie de feto monstruoso, cubierto de gusanos, corrompido, exhalando un hedor pestilente que inficionó todo el ámbito de la bóveda, arrojándolo con los demás á la profunda sima que habian abierto en el cementerio, donde desocuparon los féretros de los demás monarcas é infantes, encontrando en la mayor parte de ellos cráneos y huesos medio podridos, y cenizas y vascosidad en muchos. Tambien sacaron el fé-, retro del héroe del parque de los Ciervos, que solo contenia algunos huesos, cubriendo todos aquellos restos reales con cal viva.

En aquellos dias aparecia la basílica toda cubierta de sombras de muerte: la devastacion que dentro de su recinto se notaba; las losas de los nichos recientemente abiertos, sostenidas contra los muros de la iglesia; los pedazos de estátuas rotas y dispersadas por el suelo; los infinitos féretros entreabiertos, todo asemejaba á la vision terrible de Ezequiel: las bóvedas de aquel grandioso templo parecian repetir los ecos lastimeros de aquellos ilustres personajes, que se lamentaban de que sus hijos les hubiesen

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